P. Castillo

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viernes, 23 de marzo de 2018


Cien años de soledad. Gabriel García Márquez (Aracataca, Colombia, 1927 – Ciudad de México, 2014)

Editorial RBA, 2004, “Biblioteca García Márquez”. 510 pp.






Este es un libro de los buenos, dicho así, sin ambages, como lo diría un genuino Buendía, esa estirpe de seres solitarios atrapados en el recóndito Macondo, asediados por las telarañas que teje el olvido de todos y de todo.

Bueno, esa irrupción está bien, pero… qué puedo comentar de una obra así, se podría decir todo, agotar las posibilidades de este blog, o no decir nada, solo rumiar el placer de la lectura en un silencio apacible. No, claro, algo tendré que añadir, que sembrar fuera de mi mente… para eso es este pequeño rincón.

Pocos festines literarios debe de haber más suculentos que enfrascarse en “Cien años de soledad”. Tal es el poderío que García Márquez despliega sobre la palabra, el juego de malabares que ofrece con ellas al lector, que Gabo podría describir quince veces la misma escena sin repetir una sola expresión.



“A veces, ante una acuarela de Venecia, la nostalgia transformaba en tibios aromas de flores el olor de fango y mariscos podridos de los canales. Amaranta suspiraba, reía, soñaba con una segunda patria de hombres y mujeres hermosos que hablaban una lengua de niños, con ciudades antiguas de cuya pasada grandeza solo quedaban los gatos entre los escombros. (p. 138)”

Y bajo esa arquitectura estilística que es el realismo mágico, deslumbrante en su puesta de escena narrativa, Gabo nos hace ver el andamiaje, la estructura oculta sobre la que se soporta nuestra condición humana en el vano intento de sobrevivir al tiempo, frente a la claudicación final ante la muerte, pero jalonada por innumerables “victorias y derrotas menores” acontecidas a lo largo del camino.




Sin embargo las palabras de Gabo te llevan por la historia de los Buendía en un estado de sosiego extraño, tal vez porque el transcurrir del tiempo que envuelve los destinos de Macondo y sus moradores, bastante más de un siglo a juzgar por la edad que alcanzan algunos personajes (Pilar Ternera llega a los… ¡¡145 años!!), flota en una atmósfera atemporal, pues la muerte de un Buendía siempre deja la simiente en nuevo descendiente, como la semilla de un fruto maduro que dará lugar a una nueva planta que habrá de florecer para volver a pudrirse, un ciclo de vida y muerte que dibuja círculos concéntricos… extraño, el discurrir de las cosas en un tiempo que se ha cristalizado, y esa rareza parece tan real que se acaba convirtiendo  en algo mágico. Realismo mágico, lo que quiera que eso signifique.



"Era como si Dios hubiera resuelto poner a prueba toda capacidad de asombro, y mantuviera a los habitantes de Macondo en un permanente vaivén entre el alborozo y el desencanto, la duda y la revelación, hasta el extremo de que ya nadie podía saber a ciencia cierta donde estaban los límites de la realidad." (p. 276)

Dicen que esta obra es la quintaesencia del Realismo Mágico. Así será.

Tampoco me he puesto a indagar ahora en sus señas, prefiero que estas líneas fluyan desde el territorio virgen de mis impresiones, lejos de acotaciones teóricas, serán muy importantes, desde luego, pero yo estoy en otra historia, la del libro sin ir más lejos.



Una obra que ha conseguido algún logro impensable conmigo, bueno, tampoco es nada del otro mundo, me explicaré.

Leo con una frugalidad monacal, lento. Tal vez esa lentitud que exaspera a los trastocados por la velocidad de nuestra época. Yo a lo mío. Cuando leo lo que leo (se entiende la tautología, ¿no?), me importa un comino despacharme 98 o 18 libros al año.

Pero, he aquí la paradoja, estas 510 páginas se me han hecho cortas, una carrera de cien metros lisos, una prueba de sprint para un corredor-lector de larga distancia.

¿Por qué ha sido así? Otros libros también me han entusiasmado, pero los he leído con la cadencia de una vaca rumiando alfalfa.

Sencillamente, aún no lo sé con claridad, todo es reciente.
Imagino que en el transcurso de los días se irá despejando el horizonte.



A lo mejor es un hecho a priori inconexo con la lectura…
¡Eureka, eso es! Y una penumbra de mi cerebro se ilumina al instante.

Puede ser una tarde cualquiera conduciendo hacia el colegio para recoger a mi hija mayor… se cruza en mi trayecto un mirlo de vuelo rasante, y en una milésima de segundo toco levemente el freno para salvarlo. Su vida alada roza la carrocería mortífera de mi coche, un rapidísimo acto reflejo para mirarle y comprobar que la belleza de su vuelo sigue alejándose, intacta. Esto que cuento ya me ocurrió.

¿Y eso qué tiene que ver con lo leído?

Pues claro qué tiene que ver… pero todavía no lo sé, habrá que atar cabos. En Cien años de soledad llegan a morir muchos pájaros. 
El mirlo se salvó.

Un personaje de Akutagawa leía fragmentos de libros al azar pensando que le aclaraban (más bien oscurecían) su vida, el iluso estaba equivocado. Uno se detiene en momentos de su vida para explicarse ciertos libros. Los libros no explican la vida, es la vida la que esclarece los libros.

Como siempre, me voy por las ramas, pero es que esta historia, dicen, es realismo mágico, y mi cerebro se entretiene mucho haciendo “magia con la realidad”.




Ah, qué no se me olvide. Hay una cosa, sobre todas, que estos Buendía han aprendido viviendo “cien años de soledad”. Morir en paz.



Gracias por la lección, Gabo.



"No habría podido concebirse un cortejo fúnebre más desolado. Habían puesto el ataúd en una carreta de bueyes (...) pero la presión de la lluvia era tan intensa y las calles estaban tan empantanadas que a cada paso se atollaban las ruedas (...)

Los chorros de agua triste que caían sobre el ataúd iban ensopando la bandera que le habían puesto encima, y que en realidad era la bandera sucia de sangre y de pólvora, (...)

- Adiós, Gerinaldo, hijo mío -gritó-. Salúdame a mi gente y dile que nos vemos cuando escampe."



miércoles, 14 de marzo de 2018


Narraciones Fantásticas. Antología.

Biblioteca Universal Caralt, 1ª edición, 1978. Traducción de Ramón Hervás y Antonio –Prometeo Moya. 228 páginas.



Estos persistentes y generosos chaparrones han reavivado el peculiar olor a libro viejo que dormita por mis estanterías, a veces mezclado con un penetrante aroma a té verde con menta, que suelo tomar, ahora lo hago mientras observo los torrentes del aguacero desde la ventana y, por supuesto, todo embriagado por la intensa fragancia a lluvia, en cuyo aroma se alían tres elementos que reaccionan mezclándose; el ozono, la geosmina, bella palabra ya familiar en mi blog, (es vapor de moho que emana de plantas y suelo húmedo) y el petricor (otra preciosa palabra, que es el aroma «fresco, dulce y suave, emitido principalmente por las rocas»).




Y con tales olores viajo a mi niñez, cuando me deslumbraban las lecturas de Salgari, Verne, Stevenson… en definitiva, que no he encontrado mejor estímulo para acompasarme a la cadencia de estos días nublados y húmedos que un viejo libro de relatos, uno de aquellos ejemplares en donde cada palabra, para un niño de mi edad, era un territorio pleno de sensaciones y evocaciones, donde todo estaba por explorar, palabras que se extienden como una pradera inmensa, y en la que corres con todas tus fuerzas, sintiendo la suavidad de la hierba al rozar tu piel, así es cuando eres niño ante un libro abierto, palabras en las que cabe un mundo hecho de praderas interminables, o de sueños.

Además, es reciente el grato recuerdo que me dejaron Erckhmann- Chatrian en sus memorables Cuentos a orillas del Rin.

Así que he curioseado por mis estanterías, cual arqueólogo literario, en busca de aquellas sensaciones lejanas sobre las que tanto ha llovido, nunca mejor dicho. Entre pilas de libros colocados en un metódico desorden, doy con un magnífico candidato.

Es una obra excepcional, por la altísima calidad de sus relatos, algo que no sorprende con la selección de autores en esta castigada antología, pero ha envejecido con bastante dignidad, dicho sea.
Reza así la contraportada:

"Nueve (…) relatos fantásticos, seleccionados entre las mejores narraciones de los maestros del misterio (…), desde el Romanticismo hasta hoy, integran este volumen. La antología no ha sido concebida con una selección hecha al azar ni tampoco con la única finalidad de agrupar algunas obras destacadas, pues, aparte del mérito de reunir tan prestigiosos autores, se ha pretendido dar fe de las distintas formas de alienación e instrumentalización a que el hombre puede ser sometido por unos poderes de ficción que, tan a menudo, parecen haber sido extraídos de la más palpitante actualidad.
Sobre todo, cuando tales poderes proceden de la (…) más genuina galería de escritores malditos: Villiers de I´Isle Adam, Edgar Allan Poe, Gustavo Adolfo Bécquer, Kafka, Akutagawa, E. T. A. Hoffmann, William Polidori, Gerard de Neval y Maupassant."



Pues sí, tenemos la oportunidad de acercarnos al Bécquer más lóbrego, lejos del candor poético acostumbrado.

Estos son los relatos:

“La esperanza”, Villiers de I´Isle Adam
“El caso del señor Valdemar”, E. A. Poe
“Maese Pérez, el organista”, G. A. Bécquer
“Los engranajes”, Akutagawa
“El artista del hambre”, Kafka
“El consejero Krespel”, T. A. Hoffmann
“Pandora”, Gerard de Neval
“El vampiro”, John William Polidori
“El horla”, Maupassant

Todos los cuentos son fascinantes. El de Akutagawa es impactante, en un alarde de imaginación extraordinario, nos muestra el periplo callejero de  su protagonista, un hombre de familia y escritor de cuentos publicados. Aquejado de una angustiosa manía persecutoria, cree ver en buena parte de los acontecimientos que se suceden, en un devaneo incesante por las calles de su ciudad, se supone que Kioto, una premonición funesta de su “suerte” a corto o medio plazo. 

En este esquizofrénico transitar sin destino fijo, uno de los periplos callejeros más delirantes y fascinantes que habrá registrado la literatura, casi todo aquello con lo que se cruza es sospechoso para su pensamiento…

Desde el color verde en la tapicería del taxi, los pedazos de papel que se arrastran sin rumbo por la ciudad, y que bañados por la luz vespertina del invierno le parecen rosas oscilando en el viento… pero ese color también le anuncia algún sobresalto. Y en esas situaciones busca con desesperación bares para tomarse un whisky o un té, según le da, y  librerías, en las que entra y escoge libros al azar, leyendo pasajes en una página cualquiera, algo que hace, según nos cuenta, para calmar su espíritu condenado.




Claro, el problema  surge cuando se decide por El infierno de Dante y lee fragmentos… pero también le perturba lo que lee de Tolstoi, o Strindberg, y todo ello ante la inquietud de encontrarse aquí, o allá, hombres enfundados en sus gabardinas, pero cuyos rostros no es capaz de apreciar… y sin librarse de una visión recurrente; engranajes transparentes que sugieren el mecanismo… diríase que del propio tiempo que nos va ganando la partida. Uff, ¡qué relato!

Es como desplegar la mirada por una pintura surrealista de Dalí, donde cada motivo del cuadro parece un ente aislado en su naturaleza y, sin embargo, existe una extraña conexión entre todos ellos:

"La noche. En un estante de la librería Maruzen hallé los Cuentos de Strindberg y los repasé de a dos o tres páginas. Lo que alcancé a leer relataba experiencias más o menos similares a las mías. (…)
Lentamente un espíritu rebelde fue creciendo dentro de mi angustia, y me lancé a abrir libros, uno tras otro, a la manera de un maniático jugador."

De nuevo sale apresurado de la habitación del hotel, con la intención de meterse en la primera librería que vea por la calle:

"(…) salí hacia una librería en busca de algo que pudiera estimular mi ánimo.

Un débil sol de invierno agonizaba sobre el asfalto, cubierto por algunos trozos de papel; esos papeles, a causa de la luz, se asemejaban a rosas. Sintiendo que algo emanaba de una cosa desconocida, entré en la librería. (…) recordé los papeles que me habían parecido rosas y decidí comprar los Diálogos de Anatole France y las Cartas de Merimée."

Por supuesto, al ojear los primeros pasajes de tales ejemplares cree advertir nuevas señales, lo que le impulsa a más incursiones callejeras, a cual más lunática.




O qué decir de Hoffmann con su cuento “El consejero Krespel”.
Es un hombre ya de cierta edad, pero sus hábitos y ocurrencias resultan tan estrafalarios a los vecinos que lo consideran loco de atar… aunque al mismo tiempo les causa admiración y es una compañía codiciada en las tertulias de la taberna.

Una afición le proporciona el mayor deleite a Krespel, es coleccionar viejos violines, que tuvieron una brillante carrera al calor de un público  devoto, y ahora se dedica a comprarlos en Venecia, en Cremona… donde salte la ocasión.

Su ritual es tocarlos una sola vez, después los desmonta cuidadosamente, pieza por pieza, y los guarda en un arcón de madera. A sus vecinos les encanta escuchar los delicados acordes, pues el virtuosismo del viejo ante las cuerdas es notable. Aunque la fascinación mayor de estos vecinos proviene de otro hecho, cuando Krespel toca uno de esos violines siempre puede escucharse la bellísima voz de una muchacha joven entregada al canto, pero nadie en el pueblo la ha visto nunca…

Cada cuento viene precedido por una breve biografía en la página anterior, y son muy atractivas, pues atestiguan algunas vivencias relevantes del autor que, presumo, no son del todo conocidas.
Valga como muestra esta de William Polidori, magnífica, casi tanto como su cuento El vampiro, de enorme influencia posterior en creaciones de Poe, Alejandro Dumas, Gogol, Tolstoi y, sobre todo, en el personaje de Drácula, de B. Stoker:

«Secretario y médico de Lord Byron durante un viaje del poeta a Italia, Polidori fue uno de los reunidos en la famosa villa Diodati de Ginebra, donde la noche del 15 de junio de 1816 se estableció entre Byron y sus amigos la apuesta que habría de dar lugar a dos novelas excepcionales: el Frankestein, de Mary Shelley y EL VAMPIRO, de Polidori. Las diferencias entre Byron y su médico se hicieron cada vez más profundas, sobre todo después de que el poeta descubriera que estaba enamorado de Aulbrey Byron (hermana del autor). 
Las burlas del poeta hacia su médico y secretario fueron constantes, llegándole incluso a revelar la relación incestuosa que le unía a su hermana. Polidori, despechado, refleja en EL VAMPIRO la silueta del propio Byron y, en 1821, se suicida, añadiendo así otra nota trágica al drama que uniera a todos los huéspedes de villa Diodati.»



Y qué añadir de Kafka, Poe, Nerval, I´Isle Adam… de Maupassant en “El horla”, donde me ha encantado la sutileza del ambiente que recrea al inicio, describiendo lo que contempla el protagonista asomado a la ventana, en su casa de Rouen. Una atmósfera apacible a orillas del río Sena… antesala de una narración que te apresa en su desasosiego:

"Desde mis ventanas, veo el Sena que corre a lo largo de mi jardín, (…) casi a mi puerta, el grande y ancho Sena que va desde Rouen al Havre, cubierto de barcos que pasan.

A la izquierda, allá lejos, Rouen, la vasta ciudad de tejados azules, bajo las lanzas puntiagudas de los campanarios góticos. Torres innumerables, endebles o recias, dominadas por la flecha de hierro fundido de la catedral, provistas todas ellas de campanas que tocan en el aire azul de las hermosas mañanas, trayendo su suave y lejano bordoneo de hierro, su canto de bronce que la brisa me trae, ya fuerte ya debilitado, según el viento se despierte o se adormezca. (…)

¿De dónde vienen esas influencias misteriosas que truecan en desánimo nuestra felicidad y en angustia nuestra confianza? Se diría que el aire, el aire invisible, (…)"

En fin, que si uno ha tenido una experiencia mediocre con uno de esos “ladrillos” de 600 páginas, sin que el tiempo invertido haya sido fructífero, acudan a estos narradores, a su obra, a sus cuentos, es muy posible que la reconciliación con la literatura se obre de inmediato.





lunes, 5 de marzo de 2018


¿Cuánto falta para Babilonia? Jennifer Johnston (Dublín, 1930)

Editorial Debate, 1984 (año de publicación, 1974) Título original: How many miles to Babylone? Traducción de Flora Casas, 213 pp.




La irlandesa Jennifer Johnston es una escritora que goza de gran prestigio en la escena anglosajona, pero resulta complicado rastrear su presencia por la red en español, y sorprende que ninguna editorial patria haya reeditado y actualizado su obra (que yo sepa), a la vista de su laureada trayectoria literaria:

2012 Irish Book Awards
2006 Premio PEN de Literatura de Irlanda
1989 Giles Cooper Awards
1979 Whitbread Book Award
1973 Authors 'Club Primer Premio Novela 

Por tanto no es extraño que algunos de sus colegas expresen una admiración entusiasta hacia ella. Es el caso del polémico compatriota Roddy Doyle, asegurando que el mayor talento de la narrativa irlandesa contemporánea reside en Jennifer Johnston.

O también el célebre Anthony Burgess, dedicando elogiosas palabras a la autora:

«Toda la triste Irlanda ha quedado apresada en un delicado ramillete, con agudeza y humor, y sin una sola gota de sentimentalismo…
Esto si que es arte único y perfecto.»

No sé si el gran Burgess se ha excedido un poco en sus consideraciones, pero confirmo que me he encontrado a una escritora de muchos quilates. Así que las afirmaciones de estos escritores no parecen ser unas simples palabras de cortesía.


Jennifer Johnston. Foto internet, The Irish Time

Se narra la historia de Alec Moore, único hijo de un distinguido matrimonio de terratenientes. Viven en una suntuosa mansión de la campiña irlandesa, en las afueras de Dublín. El padre se dedica a gestionar el patrimonio familiar, sus tierras, la granja, atender a los empleados del servicio doméstico, etc. Todo lo que implica vivir en una enorme mansión rural.


Alec vive asfixiado en el decadente ambiente familiar que constituye el matrimonio de sus progenitores. Son dos personalidades equidistantes que mantienen el mínimo trato posible. No se soportan pero guardan cierta compostura, como corresponde, así lo entienden ellos, a personas de su posición y educadas en el control de las emociones.

Jennifer transmite magistralmente el intento de Alec Moore, el joven protagonista, por buscar algún sentido a su vida, estando constreñida en un entorno donde todo se antoja  de una futilidad deprimente, así es como lo siente él. Detecta en la indolencia de su padre el profundo hastío que le supone convivir con su esposa, a la sazón madre de Alec, y en el pomposo amaneramiento de su madre, en  su frío trato familiar, la frustración de una ambición inconclusa, una mujer que no tenía previsto detener su vuelo para aterrizar sobre la turba de los prados irlandeses, que su marido venera tanto como recela de los ingleses.

La madre de Alec es una mujer de gustos refinados y nunca ha disimulado sus ínfulas de grandeza, éstas chocan con la falta de ambición del marido, hombre que solo parece encontrar satisfacción cuando fuma su pipa, cuida sus caballos y sale para una partida de caza… detesta toda esa elegancia inutil, a su juicio, que abandera su esposa como si fuera la única causa que mereciese la pena.

No es que Alec se sienta vilmente despreciado por su madre, ella lo quiere… pero nunca por encima de lo que se quiere a sí misma, y en cualquier caso lejos de ese umbral. De hecho se lo lleva de viaje a Grecia, cuna de la civilización Occidental, para admirar su arte y su historia, un viaje solo para ellos dos. Aunque Alec parece abrumado pasando tanto tiempo con su madre, y ésta no deja de espetarle… en el fondo eres igual de insulso que tu padre.

Por eso el trato hacia su hijo siempre ha sido deficitario, y las pocas muestras de afecto son fruto de una actitud interesada para conseguir que el chico acceda a sus propósitos, no es otra cosa que verlo convertido en la posibilidad real que para ella se truncó, lo que denota un profundo egoísmo.

El padre, en su ensimismamiento, es un gran desconocido para su hijo, pero en las oportunidades que le demostró atención, Alec percibió un sentimiento más noble y sincero en él, cariño, en una palabra, aunque el padre es un ser solitario y extraño.

Esto le comenta a Alec su padre, tras presenciar el muchacho un enésimo desencuentro entre los cónyuges:

Espero que nunca experimentes la humillación de vivir con alguien a quien eres totalmente indiferente. La humillación. (…)
Ahora sé que ella me odia, es mejor. Es extraño. No espero que me comprendas.

La desgana del padre para mantener cualquier discusión con su esposa, evitándola si puede, es aprovechado por ésta para tomar importantes decisiones concernientes al hijo, por ejemplo tenerle aislado del exterior y rodearle de tutores e institutrices que le enseñan latín, griego, poesía, piano, francés, botánica, matemáticas, historia, arte y literatura, etc. De ahí le quedará a Alec su devoción por Yeats, al que recita si la ocasión es propicia… algo bueno hay.



Todo cambiará, sin embargo, cuando Alec, apunto de alcanzar la adolescencia, conozca a Jerry, un chico de su edad con origen humilde y campesino, vecino de alguna aldea cercana. De la mano de Jerry, Alec se asomará al otro mundo, a ese del que su madre pretendía alejarlo, invisible tras los idílicos jardines de su propiedad, un mundo que para ella es zafio, sudoroso, que huele a whiskey barato, de bailes ruidosos y chabacanos… todo envuelto en ese bruterío celta, un mundo feo.

Pero el padre no veía con malos ojos tal baño de realidad, enseñanzas necesarias para su hijo que no puede aprender con sus tutores.

Esas andanzas con Jerry las vive Alec con un sentimiento pleno de libertad; escarceos al lago donde se bañan desnudos, robar frutos de los árboles y comérselos ocultos, montar a pelo y a hurtadillas los caballos de Alec, lo que para Jerry será una experiencia maravillosa, etc.

Todo eso entre confesiones que parten de dos realidades ajenas. Al regresar a casa todo vuelve a ser gris para Alec, cual Cenicienta (¿qué es la literatura mundial sin el legado de los cuentos?).




Narrado en primera persona, será la voz del propio Alec, intercalada con la de Jerry y otros personajes secundarios, la que nos vaya guiando por sus pasos. La consolidación de una amistad fraguada en los chapuzones del lago, nadando entre los cisnes, esos mismos que con tanto “amor maternal” alimenta su madre cuando incursionan en el enorme estanque de su propiedad, mientras la mirada de Alec se va apartando de la “bucólica escena” para dejarla vagar, melancólica,  sobre el brillo plateado de las aguas…

Jennifer narra el desarrollo de esa amistad juvenil evitando el sentimentalismo, no almibarando la historia. Al fin y al cabo son dos chicos con personalidades diferentes, complejas, encuentros en donde también se producen desencuentros. Pero es en la superación de estas barreras en donde la amistad se fortalece.

El mundo que hasta ahora conocían Alec y Jerry está a punto de romperse en pedazos. En toda Irlanda se asiste con inquietud a las noticias sobre la inminencia de la Segunda Guerra Mundial.

Es la oportunidad perfecta para la madre de Alec, la ocasión para que su vástago participe como un verdadero patriota y verlo encumbrado como héroe de la nación. Por supuesto, no contempla la posibilidad de que le devuelvan a su hijo en una caja de madera, solo ve su regreso lleno de rutilantes insignias militares. Aunque todo el mundo sabe que a una guerra se va a morir… lo que casi nadie sabe es para qué.

El padre no participa de ese entusiasmo materno, piensa que  es una insensatez mandar al chico al frente, mejor estaría haciéndose cargo de las propiedades, u otra ocupación que no pase por la guerra. En el fondo está preocupado por la suerte de su hijo. Al final, como de costumbre, se impone el criterio de la esposa, argumenta que Jerry, debido a su posición, pasará directamente al cuerpo de oficiales, siendo todo más llevadero…

Pese a las reticencias del padre, y del propio Alec, que no tiene ningún deseo de colaborar en un conflicto bélico, de dejar su vida en manos de una causa ridícula, que escapa a su comprensión, terminará alistándose. Y lo mismo hará Jerry, éste lo hará motivado… dan una paga.





En las siguientes líneas, ya en plena contienda, Jennifer Johnston despliega un escenario vibrante, la prosa va sorteando sobresalto tras sobresalto y te envuelve en esa espiral frenética. La fuerza que tienen   los pasajes de Alec y Jerry (están en la misma unidad, oficial uno, soldado raso el otro) parapetados en las trincheras, durante horas, días, semanas, soportando lo indecible, frío, desesperación, miedo, incertidumbre, el terrible zumbido de la munición enemiga rozándoles la cabeza, ya que se producen muchas bajas por los francotiradores, dolor físico por los sabañones, llagas, miembros entumecidos… son escenas memorables. Y lo son porque dan la medida de la estupidez humana que supone un conflicto bélico.

Ambos se familiarizarán con los cadáveres de compañeros y enemigos esparcidos por aquí y por allá, beberán cantidades ingentes de ron y whisky porque la lucidez en tal escenario es apenas soportable. De ello da cuenta este párrafo, una conversación entre Alec y Jerry en su agujero de la trinchera, cuando parecen haber perdido la noción de todo:

¿Te acuerdas de algo? ¿De los cisnes? 
¿De la hierba que no ha sido pisada nunca? 
¿De las caras tranquilas?
¿Del silencio?

- De los cisnes. (…)

Bebe más.
Asintió y tomo un trago.

Así que no hay atisbo de heroísmo en esta gesta. Jennifer no ensalza el valor de sus compatriotas, más bien pone de relieve la inutilidad y brutalidad de una situación inhumana, como se deduce de esta conversación que mantiene Alec con su superior inglés al mando de la unidad:

(…) usted no nos tiene simpatía ni a él (Jerry) ni…
-Ni a usted, Mr Moore. (…). Tenemos que vencer, y para hacerlo no puede haber ningún defecto en la maquinaria.

-Somos hombres.

-Para mí, no. Ni para el Estado Mayor ni para el Ministerio del Ejercito.

-Si nos hubieran considerado hombres desde el principio, tal vez no hubiera habido guerra.

-Una reflexión fácil en la que no merece la pena gastar saliva.
Se levantó y se acercó a la ventana. Fuera, su guerra hacía tambalearse al mundo.

Las últimas páginas del libro son de una intensidad desgarradora, y el final es impresionante. El destino pondrá una durísima prueba a Alec.

Leo en la contraportada:

Jennifer Johnston retorna a su obsesión: la muerte, que envuelve el pensamiento de todos los personajes. En medio de «el placer y el temor de vivir», los personajes basculan entre polos determinados por la pertenencia a una u otra clase, entre la espontaneidad anárquica y quizá creadora y un orden del  mundo que puede ser peligroso, entre la aparente comunicación circunstancial y la verdad de la soledad última.

Sin obviar ese acercamiento a la muerte, mi conclusión toma otro derrotero.

Y es una sensación que va ganando fuerza durante la lectura y se afianza en las últimas páginas del libro, que son de un gran dramatismo, hasta desembocar en un final sencillamente deslumbrante.




El destino pondrá una durísima prueba a Alec, y en la decisión que tomará se pone de manifiesto el sentido profundo de la amistad, hasta las últimas consecuencias... no hay vuelta atrás.

Impresionante.