Retrato del artista adolescente. James Joyce (
Dublín, Irlanda, 1882 – Zúrich, Suiza, 1941)
Libro. Título original: A portrait of the Artist as a young
man. Edición: Biblioteca El Mundo, 2002. Traducción: Dámaso Alonso. Prólogo de
Eduardo Chamorro. Narrativa, 306 páginas.
El entusiasmo de Laura (blog U-TOPÍA) por el escritor James Joyce motivó mi retorno a este viejo “conocido”, el entrecomillado significa que atribuir "conocido" peca de presuntuoso, pues solo he leído, y hace demasiados años, un título del célebre irlandés, “Dublineses” , y fuera a causa de mi insolencia veinteañera, o vaya usted a saber, el caso es que esos relatos no me dejaron gran poso.
De las sinergias que se generan entre los
diferentes blogs siempre se obtienen jugosas recompensas, aparte de autores
recién descubiertos, son un acicate inmejorable para reavivar viejos idilios
literarios que dormitaban en la memoria, o alientan un intento de
reconciliación ante el desencuentro que supuso este o aquel libro.
Y las segundas oportunidades hacia un libro ya
casi olvidado pueden ser sorprendentes, no tanto por el libro, pues sus
expresiones son las mismas, sigue con los puntos y las comas exactamente donde
estaban, como por tus experiencias vitales acumuladas con los años, éstas
despojan a las palabras de aquella ingenuidad con la que uno se asomaba al
mundo, y la lectura se abre ante ti con otras sendas que explorar. Un libro no
tiene edad pero te hace repensar la tuya.
Para situarnos extraigo un fragmento del conciso
prólogo que hace, para esta edición, Eduardo Chamorro:
"La primera novela de James Joyce, Retrato del
artista adolescente, también es, además de la más legible, ya que aún no se
lanza abiertamente a explorar los límites del lenguaje para reconstruir lo que
le rodea, la más autobiográfica, porque nos conduce por el Dublín donde vivió
este orfebre de la palabra. El portentoso escritor irlandés retrata la niñez y
la mocedad de Stephen Dédalus, un rebelde apegado a la vida pero que quiere
alejarse de su familia, su religión y su patria."
Igual que ocurrió en la vida del autor,
nos mostrará la vicisitudes de Stephen Dédalus en el opresivo entorno de un
colegio jesuita y su vida familiar en Clane, un pueblo situado a treinta y
pocos kilómetros de Dublín. Y las descripciones de las campiñas, los acantilados,
las apacibles casitas ornamentadas con rosas, la fragancia de la tierra
empapada de lluvia, los frescos atardeceres costeros, el trayecto del lechero
por las solitarias carreteritas… son deliciosas.
“Trabó amistad (Stephen) con un chico llamado
Aubrey Mills y fundó con él en la avenida donde vivía una cuadrilla de
aventureros. (…)
La partida realizaba incursiones en algunos
jardines de solterona o bajaba al castillo y libraba batallas en las rocas
erizadas de hierbajos para regresar por fin a su casa como cansados vagabundos,
con las narices llenas de los olores fermentados de la marisma y las manos y
los cabellos impregnados de espesos jugos de algas de mar.” (p.77)
Los olores del pueblo.
“Había en la capilla un frío olor a noche. Pero era
un olor santo. No era el olor de los aldeanos viejos que se ponían de rodillas
a la parte de atrás en la misa de los domingos. Aquél era un olor a aire, a
lluvia, a turba, a pana.” (p.23)
Paradójicamente para asimilar la incandescencia de
este espíritu adolescente que nos presenta Joyce, viene bien el ánimo reposado
que dan los años, pues cuando uno está sumergido en plena vorágine de una
realidad nunca termina de verla.
No voy a descubrir nada si digo que el pensamiento
de Joyce resulta tan desconcertante como compleja es su personalidad,
impresiones que ya manifestaron sus propios colegas de profesión, fueran
contemporáneos o actuales. Incluso obras consideras con un grado de complejidad
menor, como ésta, te exigen que no vayas con el “paso cambiado” a la hora de
leer, si te descuidas lo mínimo es factible perder la sintonía con Joyce.
Joyce no escribe considerando el entendimiento del
lector como una prioridad. Lo diré de otra manera, Joyce no ha desarrollado su
personaje, el adolescente Stephen Dedalus, para epatar con el lector, o generar
complicidad con él, no.
Joyce no va al encuentro del lector, esa no es su cruzada, Joyce va el encuentro de sí mismo. El carácter autobiográfico de la narración, pero sobre todo, su tono introspectivo ya adelantan la idea de un libro que el autor escribe para él, para “leerse” él. De nuevo, la escritura como catarsis de quien escribe.
Así que la andadura por esta obra está lejos de ser
un camino de rosas… a pesar de que las haya en las casitas de los caminos, las
de Clane, su pueblo.
Siendo así, no me extraña que muchos lectores al
abrir un libro de Joyce estén a la defensiva, y esa fama de escritor difícil puede
erigirse como un muro entre el autor y sus potenciales lectores. También esa
dificultad puede ser un tentador incentivo para otros.
Lo que está fuera de duda es la contradicción y el
desconcierto de Joyce respecto a cuestiones como la religión, institución que
para un irlandés de entonces equivalía
al resto de cuestiones; identidad nacional, política, cultura, visión del amor,
etc.
Tales contradicciones joycianas tan pronto le
llevaban a exaltar con sincero fervor religioso las grandes proclamas del
catolicismo para, después, abominarlas.
Estas fricciones existenciales forjaron su imagen
de escritor, persona en definitiva, complejo. Para que cada lector saque sus
conclusiones, ahí están sus obras. Realmente uno suele verse así mismo, en
lo esencial, no muy diferente de los demás. La marejada ideológica de Joyce,
fruto de su aparente incoherencia, me hace pensar en él como un auténtico
intelectual, aquel cuyo pensamiento, lejos de estancarse, fluye por no
aferrarse al dogmatismo, y el dudar hasta de sí mismo.
Por tanto no solo voy a referir el desafío
intelectual que plantea su lectura, también el físico…
Porque, oye, adentrarte en la aridez de ciertos pasajes joycianos cuando la canícula exterior marca 35 grados positivos a la sombra, os confieso que acelera la deshidratación, uno suda lo suyo para salir, sin la mente descolocada, del intrincado mundo que constriñe los anhelos y angustias de Stephen.
Porque, oye, adentrarte en la aridez de ciertos pasajes joycianos cuando la canícula exterior marca 35 grados positivos a la sombra, os confieso que acelera la deshidratación, uno suda lo suyo para salir, sin la mente descolocada, del intrincado mundo que constriñe los anhelos y angustias de Stephen.
Retornando a la obra, es evidente que hay una
equidistancia insalvable entre el hecho religioso del que participa Joyce, a
través de su alter ego, Stephen Dédalus, y mi postura sobre dicha cuestión,
situada en las antípodas de cualquier exaltación divina.
No siento implicación hacia la vehemencia religiosa
que rezuma parte de esta narración, el énfasis con que se expresa Joyce en el
terreno religioso, que sucumbe a un estado de paroxismo en ciertos pasajes, me
ha exigido buenas dosis de voluntad, ya que no he leído estos párrafos someramente.
Y es que en tales escarceos de catolicismo ambivalente,
ahora a favor de la corriente, ahora en contra, residen algunas claves para
entender, al menos en parte, la dificultad de este escritor, a juicio de muchos
estudiosos, y por extensión el significado de su obra. No procede ningunear
esas líneas, conviene escarbar en la tierra para llegar al cofre.
Además, sitúan el contexto social de aquella
Irlanda de principios del s. XX, profundamente arraigada a su fe católica, y
aún hoy, pues muchos irlandeses se apoyan en esta heterodoxia; la Irlanda
católica frente a la Inglaterra protestante para acentuar lo diferencial, lo
que les separa frente a sus vecinos, y convertirlo en valor sui géneris del ser
y el sentir irlandés.
Retrato del artista adolescente es un libro
fundamental en este sentido, pues aquí ya tenemos al imberbe Stephen Dédalus
despertando a los primeros embates de la vida, dando los pasos iniciales que
acabarían llevándolo desde este libro hasta la obra cumbre del irlandés,
Ulises. Así que acompañar a Stephen en la senda iniciática que va de un libro a
otro, cuando ya nos encontramos al otrora mozalbete convertido en un joven
escritor, puede redundar en una lectura más vivificante de sus libros
posteriores.
Un estamento tan arraigado en la cultura irlandesa
como los colegios o internados
católicos, que suelen ser castillos y abadías de una belleza apabullante,
son sin embargo escenarios sombríos de puertas adentro. Joyce refleja el
ambiente opresor y dominante que los rectores mantenían con los estudiantes,
quienes vivían bajo el temor de ser castigados con dolorosos varetazos, para
escarnio público, al menor indicio de desacato o simple holgazanería. Algunos fragmentos
describiendo el pavor del estudiante ante el inminente correctivo, y las
secuelas posteriores, son sobrecogedores, Joyce logra que sienta los dedos de
Stephen, amoratados y entumecidos por los golpes, como si fueran los míos.
Es en la parte central del libro cuando llegamos a
esa exaltación religiosa, al paroxismo que apuntaba más arriba. Stephen se ha
entregado a los placeres del sexo con una prostituta, él nada menos, un alumno
modélico en muchos aspectos. El sentimiento de culpa, tan siniestramente
instaurado por las escrituras judeocristianas, será un peso insoportable para el
devastado Stephen, se entrega a todo tipo de ensoñaciones y desvaríos, se
contempla rindiendo cuentas el día del juicio final, se consume de horror
imaginando los eternos sufrimientos que le esperan en el infierno. Y uno acaba
algo exhausto leyendo esos textos enardecidos, cuesta mantener la atención. El
juicio de Dios (admito mi tentación de escribirlo en minúscula, pero respeto el
texto) sobre los acólitos, sean pecadores o buenos cristianos, atenaza el alma
de Stephen… y yo leo algo exasperado, quiero respirar…
Pero extraigo una lectura, valga la redundancia, de
estas páginas, y es hasta que punto el hecho religioso penetra en alma de un
país y dirige sus pasos. Inquieta pensar en ello.
Es significativo que Joyce, este católico irlandés
al menos en apariencia, no exalte las mieles que esperan a los elegidos al
paraíso, de eso nada, el escritor se recrea en los tormentos infinitos del
infierno, en el sufrimiento eterno que espera a los que ultrajaron a Dios.
De
tal forma, y esto es relevante, que Joyce parece manifestar lo que en realidad
nutre el corazón de los fieles, “los hijos de Dios”, no es la bondad
desinteresada hacia el prójimo, el amor sincero, sino el inmenso pavor que
albergan estas almas ante las cuentas que tengan que rendir el día final. Así
que la religión adoctrina a sus súbditos bajo la amenaza de un sufrimiento sin
fin, a quien ose traicionar a Dios, el “Todopoderoso” que también resulta
“Todobondadoso”.
Pero, se preguntaría Joyce, ¿Cómo puede existir dentro de lo
Todopoderoso lo Todobondadoso? ¿Uno no excluye a lo otro? Esos viejos axiomas,
mejor aún, los misterios del Señor, supongo.
Con toda esta convulsión actual del Brexit
británico, su salida de la Unión Europea mediante el referéndum, leo estas
líneas del libro, que Joyce escribió en 1914, y constato estupefacto que era un
visionario:
“Dédalus, usted es un ser antisocial, un ser
envuelto en su propio egoísmo. Yo no. Yo soy demócrata y he de trabajar en favor
de la libertad social y de la igualdad
de clases y de sexos en los Estados Unidos de la Europa futura.” (p.213)
Ahí queda eso. Los clásicos nunca pierden
actualidad.
Llegamos al cándido protagonista.
Stephen Dédalus es un alma transida por la duda… Andar
libremente los caminos al son de los grandes poetas, y dejarse llevar por la
visceral pasión del amor, o postrarse al gran señor en una existencia de acato
y juramento. Más aún, porque llega a ser una posibilidad plausible para el
joven, convertirse en ministro de la iglesia y contemplar él mismo al rebaño arrodillado
ante sus pies.
La idea le seduce, pero el dulce gusto de ese poder es tan
efímero como larga es la oscuridad en el claustro año tras año. Asomarse al
acantilado y pensar en lo terriblemente difícil que es vivir mientras
contempla, no sin envidia, la facilidad con que las golondrinas abandonan un
hogar para habitar otro que, a su vez, quedará desolado cuando asome el gélido
invierno… el otoño es una suerte que disfrutan los meridionales, cruzando el
océano en compañía de las nubes.
“Descorazonado, levantó los ojos hacia las nubes
que derivaban lentamente como vellones marinos. Viajaban a través de los
desiertos del cielo, como un ejército de nómadas en camino; viajaban por encima
de Irlanda, con rumbo a Occidente. Y Europa, de donde venían, yacía, lejos, al
otro lado del mar de Irlanda; Europa, la de las extrañas lenguas, con sus
valles y sus bosques y sus ciudadelas, con sus razas dispuestas y
atrincheradas.” (p. 201)
Y a raíz de este párrafo, yo que observo tanto al
cielo, me acuerdo perfectamente de algo peculiar que ocurrió hace años; se cubrió
todo el cielo de nubarrones con ese tono gris antracita que anuncia lluvia
inminente, fue mirar al cielo y de repente advertí una gota de lluvia, una
solamente, un segundo antes de estrellarse en mi rostro, reitero lo de una
gota, porque hasta varios minutos después no cayeron las restantes. Al menos no
las vi mientras caminé un buen trecho.
Y me quedé tan alucinado por esta gota
errabunda que, al contemplar el nubarrón, me preguntaba que porción de mar
viajaba sobre mi cabeza; si llueve con tormenta estival ¿Me empaparán las gotas
del Mediterráneo, las del Atlántico robadas en los peligrosos caladeros del
Gran Sol, del mar de las Azores?
¿ A qué lugares irá ese vapor de mar?
Tendría que recitar algún poeta, me digo, que la
lluvia al empaparte la piel es el mar acariciándote. Si llueve en estos días
veraniegos saldré a que me acaricie el mar, seguro.
El escritor, pertinaz observador de nuestras miserias
y grandezas, contrarresta esa claustrofobia del internado católico con el afán
de camadería que reina entre los muchachos, a pesar de las rencillas
inevitables entre adolescentes. De esta manera el libro exhala ese aire quieto
y viciado del internado, y nosotros respiramos también.
Pero ¿qué digo yo? Lo que acabo de indicar en el párrafo
superior, esa respiración saludable del libro, lo vuelve a repetir Joyce de una
forma que ya no admite superación por ninguna otra… La lluvia.
Desconozco si otros lectores de la obra habrán
reparado en ello, pero la lluvia es la gran salvadora de Stephen, de James
Joyce y de mí mismo.
Cuando se barrunta la tragedia, y también después… la
lluvia aparece providencial.
Llueve en la narración, en el rostro de Stephen, en
el de Joyce, y por supuesto en el mío. Llueve en el corazón angustiado del
propio libro. La Lluvia, que limpia el ambiente de impurezas, siempre retorna
triunfal cuando parece que todo se aviene a la fatalidad. No sé si Joyce
introduce estos fragmentos de forma deliberada, para que su escritura, en
creciente tensión, se diluya al son de las gotas y su repiqueteo, cuando
lentamente se escurren de la hojas al finalizar el chaparrón, y es que en el
libro, como en la vida, después de la tempestad vuelve la calma.
Sí, creo que la lluvia la han inventado los
irlandeses para escribirla:
“Cuando el malestar hubo pasado, caminó con
dificultad hasta la ventana (…) La lluvia había cesado y entre movibles masas
de vapor de agua, la ciudad estaba hilando de luz el delicado capullo de una
neblina amarillenta. El cielo estaba tranquilo y tenía una vaga luminosidad. Y
el aire resultaba grato al pulmón como en una arboleda bien calada a
chaparrones. Y, en medio de aquella paz de las luces temblorosas y la quieta
fragancia de la noche, Stephen hizo un pacto con su corazón.”
Y me animo con otro, más olor a tierra mojada, así
aprovecho esta palabra que ya puse alguna vez, y encuentro tan bella; geosmina
(del griego «aroma de la tierra»), esa sustancia química que determinadas
bacterias y hongos, a ras del suelo, desprenden y se hacen perceptibles con la
tierra húmeda, al llover por ejemplo.
"Los árboles del parque estaban cargados de lluvia.
La lluvia caía incesante sobre el lago, gris como un escudo de metal. Pasaba
una manada de cisnes, y el agua y la margen estaban manchadas de un légamo
blancuzco y verdoso. Y, ellos, se abrazaban dulcemente excitados por la luz
pluviosa y gris, por los árboles húmedos y silenciosos, por la presencia del
lago" (…)
Si la lectura de un libro, éste u otro, se convierte
también en un reto intelectual, como señalaba al comienzo, llegar a su última
palabra, “FIN,” proporciona una sensación de dulce victoria, pues salir bien
parado del lance, no digamos ya si es con Joyce en pleno estío, sienta de
maravilla al ego lector… Para que nos vamos a engañar.
Ah, he ojeado el tiempo para estos días… dan lluvia
en Irlanda, que se preparen los poetas.