P. Castillo

Safe Creative #1802170294390

jueves, 21 de abril de 2016

Una Aldea. Ivan Bunin ( Vorónezh, Rusia, 1870 – París, Francia, 1953)


Libro. Editorial Calpe, edición de 1923. Colección Universal. Traducción de Tatiana Enco de Valero. 269 páginas.





Sabía que Marcelo ( blog, "Libros en estéreo") y los clásicos rusos eran un matrimonio bien avenido, de la misma forma que él también lo constató conmigo. De hecho, en una entrada suya sobre Gógol,  le comenté a cerca de otro autor, Ivan Bunin y su obra cumbre, “Una aldea”, y tuvo el detalle de proponerme una lectura conjunta, su famoso “estéreo”, de este libro. Ese dueto lector me pareció muy apetecible, la mirada de Marcelo significa sumar juicios muy certeros a la visión de la obra.

Mi primera impresión, que se produjo apenas leídas las primeras veinte páginas, es más una corroboración; siempre he pensado que la literatura rusa del s. XIX y principios del s. XX ha descrito como ninguna otra la paupérrima existencia de los campesinos, las gentes del campo.

Sí, lo ha hecho a través de su pueblo, claro, pero cualquier lector reconoce en esos rostros la cara de una miseria sin fronteras, sin edad, porque esa brecha entre ricos y pobres sigue hoy tan vigente como la relatada en “Una Aldea”, hace más de cien años.

Cuando leo a un autor ruso casi siempre me hago la misma pregunta; ¿Qué tiene de peculiar este pueblo para que muchas de sus obras literarias, geniales desde luego, sean un ajuste de cuentas contra el propio pueblo, contra uno mismo?
Así que echo mano de mi biblioteca e intento poner alguna luz en la sombría personalidad rusa, enseguida me hago con dos tomos, en busca de indicios reveladores.

El famoso “infortunio ruso” que, casi un siglo después, reflejara el historiador Iuri Afanásiev en su libro “Mi Rusia fatal”. Ese carácter trágico que uno cree adivinar en aquellas tierras severas, forjado en lo inmenso e inhóspito de su llanura.
O también será la indefinición de los rusos como indicara otro autor, bastantes años antes que Afananásiev, el profesor ruso Wladimir Weidlé, nos hablaba del desencuentro entre los “occidentalistas” y los “eslavófilos”, en su ensayo “Rusia ausente y presente”, una crisis identitaria que atraviesa a la historia rusa.
Acercamientos, sin duda, pero aún queda penumbra, dada la magnitud y complejidad de lo que se entiende por pueblo ruso.

Una nación, país, o lo que se quiera, que parece siempre abocada al fatalismo, solo así se explica que haya laureadas obras tituladas “Almas muertas”, Los endemoniados”, Crimen y castigo”, Guerra y paz”, “La pobreza no es vileza”, “Cementerio aldeano”…y podría seguir por esa senda.

Bunin, en ese sentido, hace un retrato de las gentes del campo magnífico, tal vez uno de los más logrados en la novela rusa entre el s.XIX y el XX. No hay que olvidar que esta historia tiene claras referencias autobiográficas, el autor deja traslucir la impronta que la Rusia profunda y rural ha marcado en su trayectoria vital.



Ahora, volviendo a releer algunos pasajes de “Una aldea” para escribir este comentario, me parece reconocer la estela del gran Dostoyevski, el maestro que esculpió como nadie el alma humana para dejar al desnudo toda su angustia o, como le mentaba Stefan Zweig, “el mejor conocedor del alma humana de todos los tiempos”.

Si bien, a diferencia de Dostoyevski, crecido en la gran Moscú, de la que es oriundo, motivando que una parte importante de sus relatos y personajes tengan ese carácter urbano,  Bunin está claramente determinado por el escenario agreste y remoto de la estepa rusa donde nació y pasó su infancia.

La mirada de Bunin hace que perciba (yo) la miseria del campo, en contraposición a la ciudad, con mayor intensidad, en tanto que las brutales condiciones de los campesinos, sus rudos sentimientos, su resignación, chocan frontalmente con el sosegado bucolismo que se respira en los bosques o praderas que envuelven a la Aldea, como se relata en la obra.

En la ciudad toda pobreza acaba confundiéndose entre el caos y el ruido. En la calma y aislamiento del campo todo se magnifica. 




La novela consta de tres partes. En la primera será un personaje, Tijon, el que acapare casi todo el protagonismo. En las otras dos, los derroteros de la historia recaen sobre el hermano, Kuzmá.

Bunin alterna el narrador omnisciente para contarnos la vida de estos hermanos, narradores a su vez, ya hombres que afrontan la madurez en la remota estepa rusa, paradigma de la fragil y dolorosa existencia de los campesinos en los últimos años del zarismo, con en el zar Nicolás II de Rusia, y previos a la Revolución Bolchevique de 1917.

Escribió esta obra en 1910, cuando el panorama literario estaba dominado por la corriente del realismo. En Rusia esto quiere decir protagonistas que arrastran un profundo desencanto con la realidad que los circunda. Ese carácter trágico que uno cree adivinar en aquellas tierras severas.

La muerte tiene en el frío estepario, el hambre y el alcoholismo, a sus más implacables verdugos contra esos desgraciados que pululan por las páginas del libro.

El frío invernal se cuela por las desvencijadas casuchas, en las noches oscuras y heladas la muerte silenciosa decide que este sea el último sueño de esa niña, aquel borracho, o aquella anciana.




Además, son seres que se enfrentan solos a su destino, a sus angustias. Los autores rusos y eslavos tienen una inclinación natural, por idiosincrasia, a presentar personajes como si cada uno fuese un planeta aislado en el espacio. Hay otros planetas pero todos son equidistantes entre sí. Mirándolo con detenimiento, es muy difícil encontrar la figura del amigo en la literatura del este, algo tan arraigado en la cultura del sur…

¿No es el Quijote, entre otras cosas, un delicioso elogio al amigo, el bueno de Sancho?

A veces considero que la literatura eslava, y en menor medida la nórdica, constituye un enorme monumento a la desconfianza del ser humano hacia sus semejantes, bueno, solo es una apreciación personal que revolotea por ahí…

La Rusia tradicional y zarista, la realidad, que parece encarnar Tijon, confrontada con la Rusia revolucionaria, una idea, un sueño romántico que anida en el imaginario de los más visionarios, como Kuzmá. El antagonismo entre ambos hermanos (entre las dos “Rusias”) es evidente, pero no hay que dejarse engañar por este aparente maniqueísmo, Bunin no se deja tentar fácilmente por los arquetipos y acaba perfilando dos personalidades que tienen sus aristas, sus particularidades. Al final resulta una paleta de colores en los que un tono adquiere matices del otro y viceversa, se enriquecen o se contaminan, según se mire.





La línea de demarcación que sitúa a Tijon de un lado y a Kuzmá del otro, sobresale unas veces y se difumina otras, cuando uno reconoce una parte de razón en el otro.

Bunin, como he apuntado, pudiera representar en el hermano mayor, Tijon, al pequeño hacendado ruso, apegado a la tierra y las tradiciones, grosero y malencarado con sus sirvientes, a la vez que embrutecido por las severas condiciones de esa vida rural, aunque siempre queda en él un mínimo resquicio de duda por su parecer, de alguna manera, su verborrea y fachada externa están en conflicto permanente con su fuero interno.

Lo que va configurando el espíritu revolucionario es un sentimiento de equidad y justicia, (al margen de la deriva que luego pueda tomar), actitud que Tijon puede entender pertinente, pero es un pensamiento que permanecerá siempre recluido en lo más recóndito de su ser. Sus contradicciones le hacen mirar con profundo resentimiento al pasado y con inquietante desconfianza al futuro, a los nuevos aires revolucionarios que ya se respiran.

En la vida, los principios y los actos a menudo toman direcciones opuestas. Una paradoja que reflejó magistralmente Klaus Mann con su libro, “Mefisto”, con relevantes oficiales nazis de la SS, que bajo el siniestro uniforme militar, escondían un alma aturdida y atormentada, pues ellos, una vez, estuvieron “del otro lado”, ya fueran activos comunistas, o de origen judío, etc, manteniéndolo en un ignoto secreto bajo la esvástica, condenados a vivir con esa  insoportable verdad.





Tijon se ve atado a un destino que no tiene nada de esperanzador, no hay más horizontes que el mantenimiento, día tras día, de la hacienda, los puercos, los pocos caballos, bregar con sus sirvientes, soportar un matrimonio del que abomina, frustrado por los partos fallidos de la esposa. Aún así, su vida es muchísimo mejor que la de cualquier sirviente o campesino sin recursos. Estos simplemente esperan el fin de sus días, sin más ambición que mirar el cielo gris desde sus cochambrosas casas, sumidos en la somnolencia del aguardiente, mientras la muerte inexorable los va arrinconando.

Y por otro lado, Kuzmá, el idealista, tal vez el soñador de alma poética, quien ve en los libros una forma de escapar de ese ambiente opresivo en el que se ha criado… y, por qué no, una posibilidad de cambiar la mentalidad de sus compatriotas, los más desfavorecidos, y con ello propiciar una nueva Rusia… Pero más dubitativo aún que Tijon, pues su carácter meditabundo, casi siempre errático le hace sentirse un apátrida que nunca halla su lugar, cualquiera que éste sea. Al final, después de deambular por ciudades, siempre en compañía del aguardiente, solo cree encontrar refugio en aquello de lo que huía, la Aldea.

En medio de ambos hermanos, un desfile de paisajes, pequeñas ciudades, pueblos y personajes pintorescos, desde el paupérrimo campesino, al cacique rural, o cargo político.

Todo acontece en un escenario copado por una sociedad embrutecida y violenta, desconfiada e inculta, que ahoga sus penas en el aguardiente. De hecho éste  tiene estatus de un protagonista más… Parece que uno no es un “auténtico ruso” si no cae desmayado por el licor, omnipresente en esta obra, elevado a elemento notable de la identidad rusa.

Es destacable el profundo resentimiento que destila la pluma de Bunin sobre su propia gente, el pueblo llano, iletrado y mezquino, (y son apreciaciones del autor), sometiéndole a un agravio comparativo al ensalzar las bondades de los civilizados franceses y alemanes de la época. Para “escupir ese desahogo” se servirá de Tijon y Kuzmá.

Otro aspecto que acaparó rápidamente mi atención, un conflicto de plena actualidad hoy, la rivalidad entre el pueblo ruso y ucraniano, y que Bunin ya lo reflejaba en su novela en una dimensión mucho menos dramática, por supuesto, pero no pierde la oportunidad de exponer lo que piensa el ruso del ucraniano… un vecino estúpido, que tiene en la cabeza poco más que serrín, Tijon hace algunos comentarios en ese sentido. Tampoco faltan las comparaciones que el rudo personaje establece con gitanos (a veces, gitanos y cosacos no tienen una clara distinción, siempre en la voz de Tijon), e incluso judíos. Pero nunca en términos especialmente dolosos, es más la consabida rivalidad entre culturas.

Vemos, una vez más, como la literatura se hace eco del clamor popular, y eso le da el indiscutible valor histórico que tienen las buenas obras, por cuanto recogen expresiones del pueblo llano que no tratan los manuales de historia al uso.
- Destaco un pequeño fragmento que, por sí solo, refleja como ninguno, la brutal existencia de estas gentes del campo:

“ (…) las tranquilas niñas de pelo blanquecino jugaban al lado de los terraplenes de las casas a su juego favorito: el entierro de las muñecas…”  (p. 26).

¿Veis el giro magistral que hace Bunin para llevar al lector a esa terrible vida?

Las niñas han integrado a sus juegos, con total normalidad e indiferencia, el paisaje cotidiano que ven sus ojos; la muerte, la altísima mortalidad infantil… en el parto, en edades tempranas, etc, algo que debía de ser una siniestra rutina en la mísera vida del campo, por aquellos tiempos.

Impresionante las visitas al cementerio y al mercado de la ciudad que hace Tijon, en cuyos escenarios parece ver, con total clarividencia la decadencia de su pueblo, cuando ve a sus paisanos, borrachos, tirados en el fango.




En la segunda parte, quizás la vehemencia narrativa baje un punto de intensidad respecto de la primera, como si el ritmo del relato estuviera impregnado del espíritu indolente, bastante más apocado, de Kuzmá en comparación con el de su hermano mayor.

Está claro que el relato adquiere más brío y fuerza cuando se centra en Tijon, personaje siempre resoluto, visceral, que toma la iniciativa en todos los acontecimientos y cuya presencia, con su discurso contundente, siempre parece sobreponerse a la frágil figura del hermano, Kuzmá.

Así que este tramo es la mirada abatida de Kuzmá sobre el pueblo ruso, ruin e ignorante, siendo su aldea, Durnovka, la patética expresión de todas las “aldeas rusas”.

Hay fragmentos que han suscitado mi atención, cuando Bunin, en la voz de Balachkin (el mentor de los hermanos, sobre todo de Kuzmá), pone en la palestra el siniestro interés que siempre han tenido los poderes políticos por controlar a aquellos intelectuales que hacen uso de la libertad de pensamiento, y le dice furioso a Kuzmá:

“¡ Dios misericordioso! A Pushkin le han matado; a Lermontov, también; a Pisarev le han ahogado…; a Rileiev le han ahorcado; a Polejaev le hicieron entrar en filas; Scherchenko estuvo condenado a diez años de trabajos forzados…; a Dostoievsky (mi admirado Dostoievsky!, nota mía, jaja) le quisieron fusilar; Gogol se volvió loco…
¿Y Koltzov, Nikitin, Rechetnikov, Ponrielovsky y Levitov? ¡Oh! ¿Habrá en el mundo otro país como esta mal llamada nación? ¡Sea tres veces maldita! “ (p. 125).

Tremendo párrafo, ¿verdad?

Al margen del relato que nos cuenta el autor, no se puede negar que Bunin, igual que hicieran otros colegas, ha tenido una actitud valiente y comprometida escribiendo esta obra.

Para sacudirnos un poco la pesadumbre, vamos a dar un viraje. Ivan Bunin, niño criado al socaire de la aldea y el aire limpio de la estepa, lo certifica con varios detalles en el libro. Yo me quedo con este, ese ojo bien entrenado en ornitología campestre:

“A los días del sol siguieron los días fríos, azulados, grises, silenciosos. Los jilgueros y los abejarrucos empezaron a cantar en el jardín desnudo; en los abetos golpeaban los picos; aparecieron los petirrojos y unos pajaritos pequeños y tranquilos que volaban en bandadas de un sitio a otro por la era y el campo, que estaba ya cubierto por la hierba, de intenso color verde, de la sementera de otoño. Algunas veces, uno de estos pajaritos ligeros y silenciosos se posaba solitario sobre una hierba” (p. 200).

Algo que yo mismo aplico en mis incursiones camperas, siempre ojo avizor para captar el momento...




Jilgueros



Abejaruco


Pito real (carpintero verde)


Grajilla



Otro día dedico una entrada a esto, ¿por qué no?


Tanto la segunda parte, como la más breve tercera, Kuzmá tiene mucha más presencia que su hermano Tijon, esto me lleva a pensar que  Bunin sentía predilección por el primero, por cuanto, tal vez, representara en su mente el idealista que sueña con una Rusia más justa, pero que finalmente no puede sustraerse al implacable y violento invierno ruso… gran metáfora de la miseria y la ignorancia que, como un enemigo mortal, doblegan sin miramientos al pueblo.

El final me deja esa sensación… La Aldea seguirá siendo la misma visión de casuchas cochambrosas y campesinos arapientos el invierno que viene, como si la voluntad por esperar algo mejor estuviese tan congelada como los caminos que la cruzan.



Ese pesimismo ruso… tan aleccionador, tan literario.

Y, por supuesto, gracias a Marcelo, que ha tenido a bien compartir esta grata experiencia conmigo. Un privilegio acompañarle.

martes, 12 de abril de 2016

Cuentos. Augusto Monterroso (Honduras, 1921 – México, 2003)

Libro. Alianza Editorial 2003. Ilustración: Ángel Uriarte. 161 páginas.







No es la primera vez que el autor hondureño, pero guatemalteco de sentimiento, aparece en este blog, pues ya estuvo por aquí con otro libro, “Movimiento perpetuo”. Magnífica obra.

En referencia al cuento y el relato corto creado en Latinoamérica, ya de largo recorrido y reconocido prestigio internacional, me parece una de sus figuras más brillantes, lo cual es decir mucho en las letras latinoamericanas, habida cuenta de los ilustres nombres que han dado fama mundial y todos tenemos en mente… Quiroga, Borges, Cortázar, García Márquez, Carlos Fuentes, y me detengo aquí, ya que necesitaría cuatro o cinco líneas más para traer otros insignes.

Monterroso no solo está a la altura de estos autores, sino que su obra (exigua, desafortunadamente) alcanza ciertos picos de genialidad no superada por los anteriores.
Intelectual de vastísima cultura literaria, histórica y musical, lo que no es infrecuente en el elenco de escritores citados, y no citados.
Las alusiones a fragmentos de obras y autores clásicos grecolatinos en varios de sus cuentos son un sello característico, aunque también admirados escritores de todas las épocas, o la aparición de Bach, Mozart, Schubert y una larga nómina de músicos.

¿Lo que más me gusta de él?

Tiene una extraordinaria habilidad para entrelazar su memorable sentido del humor (para mí, el más elegante de aquellos lares), con una  narración siempre imbuida de grave solemnidad y circunspección, por ser un tono narrativo deliberadamente buscado por el autor.
El resultado de tal comunión, entre un estilo tendente al laconismo espoleado por su exquisito humor, deja una estela de genialidad y desconcierto que encuentro irresistible.

Además, después de leer un cuento de Monterroso, la reflexión y la actitud interrogante del lector, más allá del relato, están servidas.

No quiero acaparar más atención, esto le corresponde al siguiente relato. Uno de los primeros que escribió.



EL ECLIPSE

Cuando fray Bartolomé Arrazola se sintió perdido aceptó que ya nada podría salvarlo. La selva poderosa de Guatemala lo había apresado, implacable y definitiva.

Ante su ignorancia topográfica se sentó con tranquilidad a esperar la muerte. Quiso morir allí, sin ninguna esperanza, aislado, con el pensamiento fijo en la España distante, particularmente en el convento de Los Abrojos, donde Carlos Quinto condescendiera una vez a bajar de su eminencia para decirle que confiaba en el celo religioso de su labor redentora.

Al despertar se encontró rodeado por un grupo de indígenas de rostro impasible que se disponían a sacrificarlo ante un altar, un altar que a Bartolomé le pareció como el lecho en que descansaría, al fin, de sus temores, de su destino, de sí mismo.

Tres años en el país le habían conferido un mediano dominio de las lenguas nativas. Intentó algo. Dijo algunas palabras que fueron comprendidas.
Entonces floreció en él una idea que tuvo digna de su talento y de su cultura universal y de su arduo conocimiento de Aristóteles. Recordó que para ese día se esperaba un eclipse total de sol. Y dispuso, en lo más íntimo, valerse de aquel conocimiento para engañar a sus opresores y salvar la vida.


- Si me matáis –les dijo- puedo hacer que el sol se oscurezca en su altura.

Los indígenas lo miraron fijamente y Bartolomé sorprendió la incredulidad en sus ojos. Vio que se produjo un pequeño consejo, y espero confiado, no sin cierto desdén.

Dos horas después el corazón de fray Bartolomé Arrazola chorreaba su sangre vehemente sobre la piedra de los sacrificios (brillante bajo la opaca luz de un sol eclipsado), mientras uno de los indígenas recitaba sin ninguna inflexion de voz, sin prisa, las infinitas fechas en que se producirían eclipses solares y lunares, que los astrónomos de la comunidad maya habían previsto y anotado en sus códices sin la valiosa ayuda de Aristóteles.

FIN


domingo, 3 de abril de 2016

La inteligencia de las flores. Maurice Maeterlinck (Gante, Bélgica, 1862 – Niza, Francia, 1949)

Libro. Ediciones Orbis, 1988. Colección: Jorge Luis Borges. Biblioteca personal. Prólogo de Jorge Luis Borges. Título original: L´intelligence des fleurs (1907) . Traductor: Juan Bautista Enseñat. 261 páginas. Ensayo. 

Fotos realizadas por Paco Castillo.


“Una cosa bella no muere sin haber purificado algo. No hay belleza que se pierda” (p. 256).







Si existen proclamas que sirvan al mundo para consolarse de tanta vulgaridad o chabacanería, la escrita arriba tendría su sitio en el Olimpo.

Sucede que nuestros ojos, empachados de tanta mediocridad, se han acomodado a la presencia de este inmenso desguace con cosas inútiles, pensamientos y palabras vacías, un arrabal de escombros que no deja de extenderse sobre nuestra cotidiana realidad.

Nuestra mirada parece desdeñar todo aquello que se manifiesta sin estridencia, sin ruido, por no hablar de todo lo minúsculo que, por su misma condición, juzgamos irrelevante.
La insignificancia de aplastar una hormiga con el pie es proporcional a la medida de tu humanidad.

Lo comentaba hace poco en el blog de María (Junto a una taza de té). Nuestra mirada necesita posarse en lo esencial; así es, en una flor, en un rostro querido, en ti mismo, en el mar, en las nubes, en las estrellas, en el vuelo de un pájaro, en un libro, porque los libros te piden que los observes casi tanto como leerlos.

Éste, el de Maeterlinck, tiene el noble propósito de liberar nuestra mirada de ese desguace lleno de herrumbre y, aunque sea por un tiempo, situarla ante todo lo que una vez, hace ya miles de estaciones, la conmovió.

“La inteligencia de las flores” es un conjunto de ensayos sobre el sentido profundo de la vida. El título del libro es el que da paso al primer ensayo, el más extenso de todos.

Vayamos al primer capítulo.





A través del desafío que la vida representa para las flores y los insectos que viven vinculados a ellas, sus peculiaridades y asombrosas capacidades para sobrevivir y evolucionar en la tierra, Maeterlinck lo que hace, en realidad, es desarrollar todo un tratado filosófico extrapolable al género humano.

De tal suerte que el tránsito de las flores por la vida es una analogía del nuestro, que dicho sea, es más imperfecto que el de las plantas.
Ya nos gustaría hacer gala de la misma inventiva para seducir a alguien que la empleada por las orquídeas para atraer al insecto, y echarle ese “polvo mágico” (a buen entendedor, pocas palabras… Al menos por estos lares) para fecundar a otra orquídea.

Tenemos ante nosotros una exquisita y sugerente “filosofía de las flores”. Y nos permite indagar en nuestra naturaleza humana, así como alentar la imaginación.
Las flores nos han enseñado comportamientos, tácticas y diseños que no hemos dudado en aplicar a nuestra vida y modelos sociales.

A pesar de que Maeterlinck, con lógica prudencia, deja claro que no es un experto en botánica y que sus conocimientos no pretenden competir con los del científico especializado, el dominio que despliega sobre dicha materia es apabullante.
Pero lo más atractivo es que, con un rigor científico, nos cuenta sobre las flores con la mirada de un poeta sin perder la perspectiva filosófica… ¿Vaya conjunción, no? Inclasificable, impresionante, estimulante.




Se puede considerar a Maeterlinck más dramaturgo que poeta, más poeta que dramaturgo, o por encima de eso un filósofo. Todas las consideraciones son válidas.

El Simbolismo ejerció una gran influencia en su obra poética, teatral, ensayística o filosófica, y el estilo narrativo de este libro, con una prosa poético-filosófica, es una prueba de ese influjo.
También destaca por su visión panteísta de la existencia, es decir, no es tanto la evidencia de un dios omnipotente, sino que todo está imbuido de un halo divino.

Ese simbolismo le hace poner en duda que el hombre posea una inteligencia per se, idea que encuentra de un arrogante etnocentrismo.
Más bien se pregunta si el hombre, como todas las cosas que hay sobre la tierra y en torno a ella, no participa de una inteligencia primigenia que mantiene el complejísimo equilibrio en el que todo se sustenta.

“Se me figura que no sería muy temerario sostener que no hay seres más o menos inteligentes, sino una inteligencia esparcida, general, una especie de fluido universal que penetra diversamente, según sean buenos o malos conductores del espíritu, los organismos que encuentra.

Los que las flores acaban de ofrecernos (indicios de inteligencia) son probablemente pequeñísimos, comparados con los que nos dirían las montañas, el mar, las estrellas, si sorprendiéramos el secreto de su vida.” (p. 72)




Después de leer este primer un ensayo, uno piensa en el moderno ecologismo y constata que fueron intelectuales, como Maeterlinck, quienes pusieron los cimientos sobre los que se desarrolló el compromiso medioambiental en su dimensión actual.

Pero el autor no se detiene en el reino vegetal, ni mucho menos. La lista de ensayos es tan variopinta como peculiar. Lo mismo ensalza al “Rey Lear” de Shakespeare, obra a la que dedica todo un ensayo, que hace un “Elogio del boxeo” en otro capítulo, proponiendo que si ha de haber, inevitablemente, violencia en el mundo, porque es inherente a nuestro ser, debiera ser el boxeo el que dirimiese todas las contiendas humanas, por ser la lucha más noble, si cabe tal distinción. Extravagante este Maeterlinck…

La clarividencia con la que se expresa el dramaturgo y poeta belga (también premio Nobel, 1911) es prodigiosa, no es de extrañar que tuviese en Borges a un rendido admirador. Su estilo narrativo brota, sin duda, de su alma poética tocada por el simbolismo.

Otro de los ensayos más… extraños, en principio; “La medida de las horas”.

Maeterlinck nos comenta sobre el tiempo que rige a la naturaleza y al destino humano. Señala lo pertinente de un determinado medidor del tiempo para cada estado de ánimo asociado a las estaciones y a los asuntos de la vida, como el trabajo y el ocio.

“Cuadra, por ejemplo, que nuestros meses laboriosos y nuestros días de invierno, días de cuidados, de negocios, de apresuramientos de inquietud, sean estricta, metódica y ásperamente divididos y registrados por los rodajes, las manecillas de acero, los discos esmaltados de nuestros relojes de chimenea, de nuestras esferas eléctricas o neumáticas y de nuestros minúsculos relojes de bolsillo. (…)
Por otra parte, para nuestras horas, no ya indiferentes, sino realmente sombrías; para nuestras horas de abandono, de enfermedad y de sufrimientos, para los minutos muertos de nuestra vida, echamos de menos el antiguo, el triste y silencioso reloj de arena de nuestros antepasados. (…)
En los días tristes del pensamiento humano (…), el reloj de arena era (..) una medida que ninguna otra hubiera podido reemplazar (…)
No precisaba el tiempo, lo ahogaba en la arena. (…)
Los minutos caían en polvo, aislados de la vida ambiente del cielo, del jardín, del espacio, reclusos en la ampolla de vidrio como el fraile que se hallaba en su celda, sin marcar, sin nombrar ninguna hora, sepultándolas en la arena fúnebre, mientras los ociosos pensamientos que veleban sobre su caída incesante y muda se iban con ellas a juntarse con las cenizas de los muertos.
Entre las magníficas riveras del ardiente estío, parece mejor saborear la animada sucesión de las horas en el orden en que las señala el astro mismo (…). En esos días más amplios (…) no tengo fe ni me atengo más que a las grandes divisiones de la luz que el sol me nombra (…)
(p. 82-83).










Y aquí llegamos al fragmento que considero más impactante, del ensayo que lleva por título “El accidente”. Sí, los instantes previos de un accidente… Quisiera escribir algo más sobre esto, pero la visión que me ofrecen estas palabras obnubilan mi mente, ahí va, respirad hondo:

“Supongamos pues que hemos partido al despuntar la aurora de un hermoso día, en un automóvil, en bicicleta, en motocicleta (…) poco importa el vehículo para el acontecimiento que se prepara; (…)
De pronto, sin motivos, en un recodo del camino, en medio de la ancha y larga carretera, al principio de una bajada, acá o acullá, a la derecha o a la izquierda, agarrado el freno, la rueda, la dirección, obstruyendo súbitamente todo el espacio bajo la apariencia falaz y perfectamente transparente de un árbol, de un muro, de una roca, de un obstáculo cualquiera, he ahí frente a frente, imprevista, enorme, inmediata, indudable, inevitable, irrevocable, la Muerte, que cierra instantáneamente el horizonte dejándolo sin salida…
En el acto empieza entre nuestra inteligencia y nuestro instinto una emocionante, una interminable escena que dura medio segundo. La actitud de la inteligencia, de la razón, de la conciencia como os guste llamarla, es en extremo interesante. Juzga instantáneamente, sanamente y lógicamente que Todo está perdido. Sin embargo no se aloca ni se espanta. Se representa con exactitud la catástrofe, sus detalles y sus consecuencias y observa con satisfacción que no tiene miedo y conserva su lucidez. Entre la caída y el choque le sobra tiempo para entretenerse pensando en toda otra cosa, en evocar recuerdos, en hacer comparaciones, observaciones mínimas y precisas. El árbol que se ve a través de la Muerte es un plátano, tiene tres agujeros en su matizada corteza…, es menos hermoso que el del jardín…, la roca sobre la cual se estrellará el cráneo tiene venas de mica y de mármol blanquísimo… La razón siente que no es responsable, que no se le puede hacer ningún reproche; casi risueña, saborea no sé qué voluptuosidad ambigua y espera lo inevitable con una suave resignación mezclada con una prodigiosa curiosidad” (p. 136-137).

(…) (…) Dejo estos espacios en blanco, son míos, son SILENCIO para pensar en lo que acabáis de leer...

A pesar de la aparente incongruencia entre los diferentes ensayos, diecinueve repartidos en todo el libro, percibes, una vez leídos, que todas las reflexiones suscitadas de ellos son vasos comunicantes, te remiten a un principio de todas las cosas, una especie de sopa cósmica, como la referida por los científicos, en donde una vez, todo lo que ahora hay (montañas, estrellas, animales, vientos, océanos, tierra…) fue la misma materia en ese “primer minuto”. Una tabula rasa en donde estaba todo por escribir.

Hay algo de nosotros en las montañas, algo de las montañas en nosotros, hay algo de los helechos en nosotros y algo de nosotros en los helechos, hay algo de las golondrinas en nosotros y algo de nosotros en las golondrinas, hay algo nuestro en el cielo y algo del cielo en nosotros. Hay mucho de nosotros en los ojos, que te miran, de otro como tú, y hay mucho de ese otro en tus ojos al mirarlo. 




Quiero escribir esto otra vez, a ver si siguiendo el contorno de cada letra con el dedo queda grabado en algún rincón de mi memoria.

“Una cosa bella no muere sin haber purificado algo. No hay belleza que se pierda”


¿Habéis visto lo que hace la Naturaleza cuando tiende su mano amiga? Pues realiza al día no pocas acciones para redimir a este mismo mundo de tanta fealdad.

Yo lo constato muchas tardes paseando por el campo, por citar un caso, cuando los rayos del sol, con la última claridad, caen oblicuos sobre el paisaje, y esa luz lánguida, mortecina, se adhiere como polvo de partículas brillantes sobre todo lo que hay. Y Me quedo absorto, mirando la textura rugosa de los troncos, en las encinas el efecto de esa luminosidad es precioso.




A veces uno se quedaría a vivir toda su vida dentro de ese instante.  

Fijaros en los últimos rayos de sol, cuando esa pálida claridad está a punto de fallecer, guardan toda su belleza para esos momentos finales y regalártela a ti, como si quisieran albergarte la esperanza de que en este puto mundo aún hubiese un lugar donde merezca la pena mirar.

Y EXISTE.

En algún lugar, entre la tierra...



Y el cielo...



EXISTE