La lluvia
amarilla. Julio Llamazares (León, España – 1955)
Libro.
Editorial Seix Barral, 1988. Cubierta: Los cuatro chopos, de Monet 1891. 143 páginas.
"A través de la
ventana, podía ver el portalón hundido y devorado por el musgo del molino y los
reflejos temblorosos de los chopos sobre el río: inmóviles, solemnes, como
columnas amarillas bajo la luz mortal y helada de la luna. Todo estaba en
silencio, envuelto en una paz tan densa e indestructible que acentuaba más aún
la desazón que yo sentía. A lo lejos (…) los tejados de Ainielle flotaban en la
noche como las sombras de los chopos sobre el agua. Pero, hacia las dos o las
tres de la mañana, de pronto (…) un viento suave se abrió paso por el río y la
ventana y el tejado del molino se llenaron de una lluvia compacta y amarilla.
Eran las hojas muertas de los chopos, que caían, la lenta y mansa lluvia del
otoño que de nuevo regresaba a las montañas, para cubrir los campos de oro
viejo y los caminos y los pueblos de una brutal melancolía.
Aquella lluvia
duró solo unos minutos, los suficientes (…) para que al amanecer, cuando la luz
del sol volvió a incendiar las hojas muertas y mis ojos, yo hubiese ya entendido
que aquella era la lluvia que oxidaba y destruía lentamente, otoño tras otoño y
día tras día, la cal de las paredes y los viejos calendarios, los bordes de las
cartas y de las fotografías, la maquinaria abandonada del molino y de mi
corazón" (p.81).
Este es el
monólogo de un hombre que, ya muerto en vida por la soledad, solo espera su
pronto e inevitable final, una vez asumida su derrota contra el tiempo.
Y será también
la muerte de su pueblo, Ainielle, que ya nos es, utilizando un título de María
Zambrano el “claro del bosque”, sino una tumba de hielo perdida en el pirineo oscense, entre alturas que casi tocan las nubes.
Para narrar
esta historia, Julio Llamazares se ha convertido en una especie de trovador que
habla el lenguaje de la tierra, el río, el viento, el invierno, la nieve… y lo
traduce para que lo entienda quien esté dispuesto a leer su libro. Y a través
de estos elementos, la soledad, quien siempre pronuncia la última palabra.
Pero lo más
fascinante es que, en verdad, J Llamazares llegó a este pueblo del Pirineo, en
Huesca, cuando ya era lo que hoy es, un conjunto de ruinas sumidas en la eterna quietud del abandono. Porque Ainielle existió, igual que el pueblo leonés del
escritor, Vegamián, que en 1969 se ahogó para siempre bajo las aguas de un
pantano.
Ainielle. Foto internet
Las manos de
Julio Llamazares han escarbado en la tierra húmeda, y con sus dedos manchados
de barro, impregnados del penetrante olor de la geosmina (en griego, “aroma de
la tierra”) a trazado los contornos de esta narración, ha escrito en la hiedra
y el musgo, sobre esa textura aterciopelada, la cruda aspereza de la angustia y
la claudicación de la voluntad por vivir, cuando uno pasa las horas mirando al
vacío mientras la nieve va cubriendo todo, o a las ascuas de la hoguera con la
única compañía de la perra y el gélido abrazo de la muerte, más allá del
siguiente amanecer.
Porque un nuevo
día solo significa que la escarcha, cuando la penumbra reclame las últimas
horas del atardecer, habrá conquistado un espacio más a lo que antes fuera un
hogar, ahora un montón de maderas carcomidas y suelos agrietados.
Y J. Llamazares
nos sitúa, sintiendo el aire helado en la piel, para escuchar el lamento
profundo de un viejo atrapado en la soledad y el olvido de un pueblo.
Un pueblo que
yace moribundo de tristeza, en el que habita ya su último morador, y su perra
sin nombre, única compañía silenciosa del viejo, pues Sabina, la esposa, ya
hace años que decidió el momento y el lugar para exhalar su aliento final,
mejor una gruesa rama de roble y una soga recia sobre su cuello, que sentirse
roída por la soledad un día más, cuando piensa que la locura es una compañía más
piadosa que el silencio mortal de su marido, a quien el embrutecimiento de la vida y la soledad
parece haber petrificado su humanidad, como si de sus labios no brotaran
palabras, sino escarcha, la misma que se adueñó del pueblo en el interminable
invierno.
En el
inquietante silencio de la noche, solo perturbado por el silbido del viento
entre las callejuelas desiertas y las casas sin presencia ni alma, incluso el aullido de los lobos es usurpado por el
espíritu devastado del pueblo para hacer de el un lamento, turbador y hermoso
al unísono.
Y cuando los
lobos callan, es la lluvia que repiquetea sobre las ruinas y la madera podrida,
de lo que antes fueran hogares al calor de una lumbre, la que hace de llanto.
La historia de
Ainielle está siendo enterrada bajo el lento pero inexorable avance de las ortigas, que se expanden sin dificultad sobre el cadáver derrotado del pueblo,
y con él su memoria. La naturaleza reclama su tributo, y este pueblo ha de
volver al barro, a esa tierra primigenia de la que una vez surgió.
Las lechuzas
penetran por las ventanas rotas y los tejados desvencijados, y desde la
siniestra oscuridad de sus rincones
lanzan fugaces miradas al exterior, luminoso, donde todo ha sucumbido al
perfecto silencio de la nieve.
La desolación
está escrita en el liquen y los helechos, que han colonizado la austera
geografía de la aldea. Está escrita en los caminos que ya no llevan a ninguna
parte, porque han dejado de serlo, vencidos por los yerbajos. Está escrita en
el mármol cansado de la fuente, cuyo lustre ocultó la hiedra hace miles de
noches.
Incluso para
quienes nos reconfortamos en la soledad, la que aquí interiorizamos, con esa
prosa de aterradora belleza que nos obsequia J. Llamazares, es una soledad
perturbadora, temible, claustrofóbica. En las ciento cuarenta y tres páginas
del libro está escrita la palabra SOLEDAD.
A veces, unos
titubeantes rayos de sol matutinos atraviesan los árboles que custodian el río,
y la claridad tamizada dibuja un siniestro caleidoscopio de sombras que tiemblan sobre
el suelo, entonces el viejo cree oír voces, risas, llantos, como si las almas
en pena que los últimos inviernos fueron reclamando a Ainielle quisieran animar
al viejo.
Tal vez, la soledad absoluta se apiade de él, y le nuble el juicio
con algo de locura para hacerla menos insoportable. Así, después de sortear,
mal que bien, la tortura del día, en el insomnio de la noche busca el aliento
de los muertos para hallar algún consuelo con ciertas ánimas, aunque también
pavor con otras.
En definitiva, estamos ante el último habitante. La decadencia de un hombre, con su gemido hondo sin lágrimas.
Las hojas amarillas
que el otoño despoja de los robles, la lluvia amarilla, cuando éstas caen del
árbol para nunca más volver a él, nunca más… son las lágrimas de ese hombre. Y es la inmensa tristeza en los ojos bondadosos de la perra.
Son también las lágrimas de Ainielle, el pueblo que se ha quedado, casi, sin
memoria. Pero ya está condenado a perderla, el pueblo, y todo lo que una vez
hubo en él, caerá por el abismo sin fondo del olvido, su memoria se la llevará
el río a través del curso incansable, igual que se lleva las hojas, igual que
se lleva los recuerdos, o se lleva los días, y aun los siglos.
El río, y su
indiferencia ante la gloria o la tragedia que representa nuestra vida, acaba
arrastrando todo, lejos, lejísimos de ahí. A la inmensidad del mar. En la
vastedad del océano, la memoria de un viejo, su perra y el pueblo naufragan en paz, ya no han de llegar a más
destino que aquel propuesto por el
viento.