P. Castillo

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jueves, 17 de marzo de 2016

La lluvia amarilla. Julio Llamazares (León, España – 1955)

Libro. Editorial Seix Barral, 1988. Cubierta: Los cuatro chopos, de Monet 1891. 143 páginas.



"A través de la ventana, podía ver el portalón hundido y devorado por el musgo del molino y los reflejos temblorosos de los chopos sobre el río: inmóviles, solemnes, como columnas amarillas bajo la luz mortal y helada de la luna. Todo estaba en silencio, envuelto en una paz tan densa e indestructible que acentuaba más aún la desazón que yo sentía. A lo lejos (…) los tejados de Ainielle flotaban en la noche como las sombras de los chopos sobre el agua. Pero, hacia las dos o las tres de la mañana, de pronto (…) un viento suave se abrió paso por el río y la ventana y el tejado del molino se llenaron de una lluvia compacta y amarilla. Eran las hojas muertas de los chopos, que caían, la lenta y mansa lluvia del otoño que de nuevo regresaba a las montañas, para cubrir los campos de oro viejo y los caminos y los pueblos de una brutal melancolía.
Aquella lluvia duró solo unos minutos, los suficientes (…) para que al amanecer, cuando la luz del sol volvió a incendiar las hojas muertas y mis ojos, yo hubiese ya entendido que aquella era la lluvia que oxidaba y destruía lentamente, otoño tras otoño y día tras día, la cal de las paredes y los viejos calendarios, los bordes de las cartas y de las fotografías, la maquinaria abandonada del molino y de mi corazón" (p.81).

Este es el monólogo de un hombre que, ya muerto en vida por la soledad, solo espera su pronto e inevitable final, una vez asumida su derrota contra el tiempo.
Y será también la muerte de su pueblo, Ainielle, que ya nos es, utilizando un título de María Zambrano el “claro del bosque”, sino una tumba de hielo perdida en el pirineo oscense, entre alturas que casi tocan las nubes.

Para narrar esta historia, Julio Llamazares se ha convertido en una especie de trovador que habla el lenguaje de la tierra, el río, el viento, el invierno, la nieve… y lo traduce para que lo entienda quien esté dispuesto a leer su libro. Y a través de estos elementos, la soledad, quien siempre pronuncia la última palabra.
Pero lo más fascinante es que, en verdad, J Llamazares llegó a este pueblo del Pirineo, en Huesca, cuando ya era lo que hoy es, un conjunto de ruinas sumidas en la eterna quietud del abandono. Porque Ainielle existió, igual que el pueblo leonés del escritor, Vegamián, que en 1969 se ahogó para siempre bajo las aguas de un pantano.

Ainielle. Foto internet

Las manos de Julio Llamazares han escarbado en la tierra húmeda, y con sus dedos manchados de barro, impregnados del penetrante olor de la geosmina (en griego, “aroma de la tierra”) a trazado los contornos de esta narración, ha escrito en la hiedra y el musgo, sobre esa textura aterciopelada, la cruda aspereza de la angustia y la claudicación de la voluntad por vivir, cuando uno pasa las horas mirando al vacío mientras la nieve va cubriendo todo, o a las ascuas de la hoguera con la única compañía de la perra y el gélido abrazo de la muerte, más allá del siguiente amanecer.

Porque un nuevo día solo significa que la escarcha, cuando la penumbra reclame las últimas horas del atardecer, habrá conquistado un espacio más a lo que antes fuera un hogar, ahora un montón de maderas carcomidas y suelos agrietados.




Y J. Llamazares nos sitúa, sintiendo el aire helado en la piel, para escuchar el lamento profundo de un viejo atrapado en la soledad y el olvido de un pueblo.
Un pueblo que yace moribundo de tristeza, en el que habita ya su último morador, y su perra sin nombre, única compañía silenciosa del viejo, pues Sabina, la esposa, ya hace años que decidió el momento y el lugar para exhalar su aliento final, mejor una gruesa rama de roble y una soga recia sobre su cuello, que sentirse roída por la soledad un día más, cuando piensa que la locura es una compañía más piadosa que el silencio mortal de su marido, a quien el  embrutecimiento de la vida y la soledad parece haber petrificado su humanidad, como si de sus labios no brotaran palabras, sino escarcha, la misma que se adueñó del pueblo en el interminable invierno.

En el inquietante silencio de la noche, solo perturbado por el silbido del viento entre las callejuelas desiertas y las casas sin presencia ni alma, incluso  el aullido de los lobos es usurpado por el espíritu devastado del pueblo para hacer de el un lamento, turbador y hermoso al unísono.
Y cuando los lobos callan, es la lluvia que repiquetea sobre las ruinas y la madera podrida, de lo que antes fueran hogares al calor de una lumbre, la que hace de llanto.

La historia de Ainielle está siendo enterrada bajo el lento pero inexorable avance de las ortigas, que se expanden sin dificultad sobre el cadáver derrotado del pueblo, y con él su memoria. La naturaleza reclama su tributo, y este pueblo ha de volver al barro, a esa tierra primigenia de la que una vez surgió.

Las lechuzas penetran por las ventanas rotas y los tejados desvencijados, y desde la siniestra oscuridad de sus rincones  lanzan fugaces miradas al exterior, luminoso, donde todo ha sucumbido al perfecto silencio de la nieve. 



La desolación está escrita en el liquen y los helechos, que han colonizado la austera geografía de la aldea. Está escrita en los caminos que ya no llevan a ninguna parte, porque han dejado de serlo, vencidos por los yerbajos. Está escrita en el mármol cansado de la fuente, cuyo lustre ocultó la hiedra hace miles de noches.

Incluso para quienes nos reconfortamos en la soledad, la que aquí interiorizamos, con esa prosa de aterradora belleza que nos obsequia J. Llamazares, es una soledad perturbadora, temible, claustrofóbica. En las ciento cuarenta y tres páginas del libro está escrita la palabra SOLEDAD.


A veces, unos titubeantes rayos de sol matutinos atraviesan los árboles que custodian el río, y la claridad tamizada dibuja un siniestro caleidoscopio de sombras que tiemblan sobre el suelo, entonces el viejo cree oír voces, risas, llantos, como si las almas en pena que los últimos inviernos fueron reclamando a Ainielle quisieran animar al viejo. 
Tal vez, la soledad absoluta se apiade de él, y le nuble el juicio con algo de locura para hacerla menos insoportable. Así, después de sortear, mal que bien, la tortura del día, en el insomnio de la noche busca el aliento de los muertos para hallar algún consuelo con ciertas ánimas, aunque también pavor con otras.

En definitiva, estamos ante el último habitante. La decadencia de un hombre, con su gemido hondo sin lágrimas.



Las hojas amarillas que el otoño despoja de los robles, la lluvia amarilla, cuando éstas caen del árbol para nunca más volver a él, nunca más… son las lágrimas de ese hombre. Y es la inmensa tristeza en los ojos bondadosos de la perra. 
Son también las lágrimas de Ainielle, el pueblo que se ha quedado, casi, sin memoria. Pero ya está condenado a perderla, el pueblo, y todo lo que una vez hubo en él, caerá por el abismo sin fondo del olvido, su memoria se la llevará el río a través del curso incansable, igual que se lleva las hojas, igual que se lleva los recuerdos, o se lleva los días, y aun los siglos.
El río, y su indiferencia ante la gloria o la tragedia que representa nuestra vida, acaba arrastrando todo, lejos, lejísimos de ahí. A la inmensidad del mar. En la vastedad del océano, la memoria de un viejo, su perra y el pueblo  naufragan en paz, ya no han de llegar a más destino que aquel  propuesto por el viento.





sábado, 5 de marzo de 2016

Mujeres Medievales. Eileen Power (Inglaterra, 1889 – ibídem, 1940)
Libro. Ediciones Encuentro 1979. Traducción: Carlos Graves. En cubierta : La Ciudad de las damas. Cristina de Pisan. ¡28 páginas. Ensayo.





Afinad el oído, vamos a viajar en el tiempo con el gran Jordi Savall…




Ha sido una semana caótica, las meigas se han confabulado para robarme tiempo de lectura, a cambio me han dejado un indeseable virus gripal galopando por toda la casa, yo lo he esquivado milagrosamente, pero el resto de la familia ha sido arrasada.

El flanco abierto entre mi dormitorio y la biblioteca se ha erigido como un duro campo de batalla. Por suerte contaba con mi fiel guardia personal en la mesilla de noche, una pila de libros que en ningún instante se han planteado la retirada. Y con un libro en las manos me siento poderoso.

A pesar de esta desoladora contienda, las noches, aprovechando la frágil tregua que otorgaba la oscuridad, han sido escenario de fugaces citas con Eileen Power y sus mujeres medievales… En su libro, claro.



Eileen Power en 1922. Wikipedia




Entre mis ejemplares de Historia, los que versan sobre el Medievo ocupan un lugar destacado, es un período que siempre me ha interesado.

En mi mesilla, como digo, me aguardaba este libro. Leyéndolo en los instantes finales del día, hasta que el sueño, poco a poco, me iba sometiendo a ese dulce estado de la nada absoluta, se iban cerrando los párpados lentamente, como las compuertas de una fortaleza, y ahí quedaban atrapados trovadores, frailes, feudales, cortesanas, artesanas  castillos, abadías o aldeas, y al son de cántigas acompañadas por la melodía de un salterio  rendía el último tributo a la vigilia.
Con esos ecos y reminiscencias me adentraba en el mundo del subconsciente, no es mala manera.




Antes de abordar el libro, una obra breve, sería bueno presentaros a su autora, Eileen Power.

Esta intelectual inglesa (8 de enero de 1889, Altrincham- 8 de agosto de 1940, Londres), fue catedrática de Historia Económica en la Universidad de Cambridge.
Además fue una prestigiosa medievalista, prueba de ello es que en pleno siglo XXI se siguen consultando sus estudios sobre dicha cuestión (así lo he comprobado).
Y argumentos no les faltan a los presentes investigadores, pues ella se propuso desarrollar la obra más completa y fidedigna hasta entonces sobre ese campo. Su fallecimiento, cuando apenas contaba cincuenta años, dejó el proyecto inacabado.

De hecho, este libro no lo llegó a ver en vida la autora, fue su marido, el también historiador Michael Postan, quien se propuso reunir el valioso material sobre las conferencias populares que dio su esposa por Europa y Estados Unidos, más algunos estudios conjuntos del matrimonio pero siempre tamizados por la personal escritura de ella, para reunirlo todo en este interesante libro.

Lo primero que me llama la atención; no estamos ante una historiadora de estilo frío y analítico que nos va detallando acontecimientos. Su mirada no es la de una investigadora impasible ante los hechos.
Y todo ello sin que la información histórica pierda un ápice de rigor, eso permanece inalterable. Otra cosa es como se posicione para contarlo, y ella, desde su condición de mujer e intelectual de altura, pone el dedo sobre la llaga, tanto para advertir que había situaciones bastante menos amables de lo que muchos tratados e historiadores de la época transmitían, como, en dirección opuesta, revelar que había otras no tan negativas como cabría suponer.


Ya por el año 1926 la autora desmitificaba ciertos tópicos sobre la mujer medieval que estaban muy arraigados en el imaginario colectivo, pero, y esto es significativo, en el año 2016 siguen establecidas, por lo menos entre el común de la gente, muchas de esas mismas ideas denostadas hace casi cien años por Eileen Power.

El libro está estructurado en cinco capítulos:

  1. Las ideas medievales acerca de las mujeres.
  2. La Dama.
  3. La mujer trabajadora en la ciudad y el campo.
  4. La educación de las mujeres.
  5. Los conventos.




El libro hace acopio de varios escritos medievales (epístolas, testamentos, notas judiciales, actas municipales, escritos privados y documentos similares) pertenecientes a estamentos y personas de toda clase y condición. Lo que le añade un valor especial sin olvidar el estilo diáfano y alejado del academicismo que despliega la escritora. La mayor parte de estos documentos nos hablan de la situación en Inglaterra, pero también tenemos ciertas aproximaciones a Francia y algún que otro país europeo.

En las primeras páginas pone de manifiesto una evidencia contundente, y tal afirmación será una de las claves para entender porqué la imagen de la mujer es la que es, la que se ha ido transmitiendo desde las pasadas centurias, aunque en la actualidad, afortunadamente, se han despojado muchas patrañas respecto al ser femenino, pero queda mucho por limar:

“La opinión expresada de una época depende de las personas y de las clases que la articulan; por ese motivo representan –a menudo– la visión de una minoría pequeña pero con voz. En la temprana Edad Media, lo que aparecía como opinión contemporánea surgía de dos fuentes: la Iglesia y la aristocracia. En otras palabras, las ideas sobre la mujer se formaron, de una parte, por los clérigos –normalmente célibes- y, de otra, por una pequeña casta que tenía medios económicos para poder considerar a sus mujeres como un objeto de adorno, en tanto que las subordinaban estrictamente al primer objeto de su interés: la tierra. Efectivamente, puede decirse con entera verdad que la teoría aceptada acerca de la naturaleza y el mundo de las mujeres se debía a las clases menos familiarizadas con la gran masa del sexo femenino.
Fueron estas clases las que determinaron el concepto de matrimonio que prevaleció hasta bien entrado el siglo XIX, y establecieron el estatuto de la mujer en la ley" (p. 14).



Eileen Power. Wikipedia

De aquellos barros, estos lodos.

Acercándonos a estas mujeres medievales pronto aparecen ilustres figuras femeninas, que Eileen Power expone como excepciones al soterramiento que padecían la mayoría.
Christine de Pisan será la que más protagonismo acapare, aunque desfilarán otras también relevantes, por ejemplo Juana de Arco
Me ha extrañado no ver a Hildegarda de Bingen, mujer fundamental en la Baja Edad Media, y que sin duda Eileen Power estudiaría, aunque dada su prematura muerte habría varios aspectos que se quedarían en el tintero.



Ahora veamos algunos aspectos que señala la escritora sobre el ambiente social en la Edad Media. Os pongo el fragmento tal como está en el libro, con el texto en inglés (por algunas diferencias con el actual, supongo que inglés medieval) y la traducción literal al castellano:

“Innecesario es decir que las mujeres estaban completamente desorganizadas. Rara vez oímos algo respecto a la visión que las mujeres tenían de sí mismas. Como la Mujer de Bath deploraba, todos los libros estaban escritos por hombres:
                                                         
Who peyntede the leoun, tel me who?
By god, if women hadde written stories
As clerkes han with – inne hir oratories,
They wolde han written of men more wikkednesse
Than all the mark of Adam may redresse.

Es decir:

¿Quién pinto el león, dime quién?
Dios mío, si las mujeres hubiesen escrito historias historias
Como los eruditos han hecho con sus oratorios,
Hubiesen escrito de los hombres más maldades
Que todas las que pueda revestir el signo de Adán” (p.18)





Matizo que La Mujer de Bath (Alison de Bath) forma parte de “Los cuentos de Canterbury”, cuyo relato se titula “Prólogo de la mujer de Bath” y el autor, Geoffrey Chaucer, se sirve de este personaje femenino para vilipendiar el mito de la virginidad. Algo escandaloso en aquellos tiempos.
Precisamente tengo dicha obra de G. Chaucer, así que acudir al libro y leer el cuento ha sido todo uno.

Algo más adelante prosigue el libro retomando a Christine de Pisan:

“Hasta fines del siglo del siglo XIV no aparece una escritora dispuesta y capaz de clamar por su sexo y tomar la palabra en contra de la denigración de la mujer que predomina. Esa mujer fue la gran Christine de Pisan (…)” (p. 18)


Imaginad la determinación de esta mujer para ponerse en contra de toda una sociedad masculina, profundamente misógina y violenta, y no amilanarse. De hecho, al enviudar joven, vivió de su pluma sin apuros y logró sustentar a su prole. 






Una célebre obra de C. de Pisan que ha quedado para la posteridad es “La ciudad de las damas” , obra que se enfrentaba sin titubeos a esa misoginia campante. Siruela la ha reeditado más de una vez.

También es reseñable su Epístola al Dios de Amores (Epitre au Dieu d'Amour) (1399) y su Dicho de la Rosa (1402), pues ambos escritos fueron un contundente ataque a la segunda parte del Roman de la Rose, escrita por Jean de Meung bajo la influencia de la animadversión predominante hacia las mujeres.
En alusión a esto, podemos leer este revelador fragmento que muestra la wikipedia:

Simone de Beauvoir escribió en 1949, en su libro «El segundo sexo», que en el Epitre au Dieu d'Amour era "la primera vez que vemos a una mujer tomar su pluma en defensa de su sexo"

Al abordar el capítulo de la mujer trabajadora, no puedo dejar de expresar mi asombro cuando sitúo aquella vida frente a ese lema despectivo que tanto se ha perpetuado en el tiempo, aunque ya en retroceso, me refiero a la mujer como “el sexo débil”.


Resulta que la mujer, ahora me refiero a la esposa feudal o de la burguesía acomodada medieval, no solo afrontaba el mantenimiento de la hacienda, aunque estuviese ayudada por sirvientes tenían que estar al pie del cañón, no solo eso, no, debido a las continuas y prolongadas ausencias de los maridos en contiendas, viajes o partidas de caza, además tenían que mantener los negocios del esposo y dominarlos tanto como él, saber de finanzas, de agricultura, de administración, contabilidad, medicina rudimentaria, contratación de empleados y distribución de jornadas y salarios (labor de capataz), representación de sus maridos y un sinfín de quehaceres que se echaban a las espaldas sin actitud quejumbrosa.


Amén de otra puntualización, en las ciudades del Medievo un número importante de mujeres trabajaban fuera del hogar (además de las tareas de la casa). Así que esa imagen de la mujer semi recluida en los lóbregos muros de la casa familiar retrataba una parte de la realidad, pero ni de lejos toda.

 “La aparición de la mujer en el mercado de trabajo en la Edad Media  se debió a las mismas razones que hoy en día (nótese que ese “hoy en día” de Eileen es hacia 1920, más o menos), es decir, era necesario para la mujer casada ganar dinero suplementario y para la soltera ganarse la vida” (p.66)





“La industria medieval se hallaba abierta a la mujer y ésta ocupaba un lugar en ella que no puede considerarse despreciable en ningún caso. Casi no existe oficio en el que no encontramos mujeres. Ejercían de carniceras, tenderas, ferrateras, fabricantes de redes, zapateras, guanteras, fajeras, camiseras, fabricantes de carteras, sombrereras, desolladoras, encuandernadoras, doradoras, pintoras, hiladoras de seda y bordadoras, así como saladoras, forjadoras y orfebres, entre otros muchos oficios” (p.74)

Si bien es cierto que había no pocos gremios ingleses contrarios a la contratación de mujeres, caso diferente al de Francia, bastante más permisivo. Otro aspecto que parece sacado del siglo XXI, cuánto queda aún…

“A veces se esgrimía como razón para prohibir el empleo de las mujeres el que un oficio, en particular, podía ser demasiado duro para ellas; sin embargo, la razón principal era la misma que avala la hostilidad hacia el trabajo femenino hoy en día (1920). El jornal de las mujeres era mucho más bajo, aun para el mismo trabajo, y los hombres temían verse menospreciados por el trabajo barato” (p.75)

Un dato curioso, en Inglaterra había un Tribunal de la Cerveza y un Tribunal de Pan, que se encargaban de dirimir asuntos y dictaminar sentencias exclusivas para estos sectores, habida cuenta de su importancia y número de empleados que tenían.

¿Y las mujeres del campo?




Las mujeres de las clases humildes, sin adquirir tantos compromisos, trabajaban aún más duro, pues tenían que faenar, con frecuencia, en  severas condiciones climáticas, con esfuerzos físicos ingentes, la mayor de las veces, por hacerlo sin ayuda de los esposos, cuya vida solía truncarse antes. Después de esas jornadas, exhaustas, tenían que atender la casa y a su prole, a menudo numerosa. Es fácil imaginar las escasísimas horas que tenían para dormir.

Hay en el libro algunos fragmentos, escritos recuperados de aquel período que dan una idea, como este de la Early English Text Society, que nos presenta una mujer laborando en la campiña inglesa con su esposo:

“Su abrigo de tela llamada nupcial
su capucha llena de agujeros con los pelos saliendo por ellos
sus zapatos torpemente amarrados y mal remendados
entre los que aparecían sus dedos mientras caminaba,
Sus calzas colgando de lado a lado
salpicaban los charcos a medida que los araba
dos miserables medias hechas de tiras viejas
Los dedos gastados y la mugre cubriéndolas
Bañada en barro hasta los tobillos
Y frente a él cuatro  bueyes, tan cansados y débiles que se podían contar sus costillas, tan lastimosos eran.
Su esposa junto a él con una larga vara para azuzar a los bueyes
Y una chaqueta remendada cortada por la rodilla
Envuelta en una sábana para cuidarse del tiempo (p.91)

Impresionante fragmento.




Al cerrar el libro, se me ha ocurrido escuchar música sacra medieval, ya sea una composición bizantina, rusa o castellana, todas son bellas.
Pero concluida la escucha, esfumada la placentera sensación, solo quedamos el libro y yo en medio del silencio.
Apuro la taza de té verde, a penas tiene dos sorbos, ojeo la portada del libro, ya cerrado, y solo me queda esperar una primera reflexión, que será la antesala de otras tantas…

Cuando la estupidez campa a sus anchas por el poder puede ocurrir, ocurre, que en su soberbia escriba el discurso sobre el que ha de asentarse la visión del resto, es decir, la gran mayoría que sustenta, por ignorancia o indolencia, a esa minoría poderosa.

Hasta aquí llego, con el primer brote reflexivo.
¿Y para qué más? Si ahora lo único que me apetece ir a pasear por el campo.
He visto que hay unas nubes preciosas, y esas son las que más rápido se van…





Para no dejaros de sopetón, acompañaros de esta cántiga galaico-portuguesa que os brindo, con traducción incluida. A mí me encanta.




Alfonso X. Come Deus fez vynno d'agua (CSM 23):

Esta es cómo Santa María acecentó el vino en un tonel,
por amor a la buena dama de Bretaña.

Como Dios hizo vino del agua ante el antetriclinio,
así después su Madre acrecentó bien el vino."

De esto diré un milagro que hizo en Bretaña,
por una dueña muy sin malicia, que Dios
había dotado de buenas costumbres y de habilidades,
y que quiso ser de ella como un buen vecino.

Sobre todas las bondades que tenía,
resaltaba que confiaba mucho en Santa María,
y con eso, le evitó el avergonzarse ante el rey,
que de camino, paraba en su casa.

La dueña, por servirlo, anduvo muy ajetreada,
y le dio carne y pescado, y pan, y cebada,
pero de buen vino, para él, estaba muy escasa,
porque no tenía sino un poco en un barrilillo.

Se le doblaba la cuita, que aunque quisiese tenerlo,
no era tierra aquella en cual lo hubiese,
ni por dinero ni por otra cosa que diera (ni lo hubiera),
sino fuese por la Madre del Viejo y Niño

Y con esta esperanza se fue a la iglesia
y dijo: "Ay, Santa María; tu merced hace
que me saques de esta vergüenza tan grande,
si no ya no podré vestir ni lana ni lino."

De inmediato la oración de la dueña fue oída
y el rey, con toda su compañía,
fue servido de buen vino, y en la bodega no faltó,
que lo hallaron en abundancia, el rico y el pobre.