P. Castillo

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sábado, 28 de marzo de 2015

DISCURSO DE LA SERVIDUMBRE VOLUNTARIA.




A las 06:20 de la madrugada mis ojos estaban clavados en el techo tratando, en vano, de hallar alguna araña para seguir sus peripecias en la penumbra y, así, reencontrarme con el sueño. Mala hora para toparse con arañas. Delicioso momento para ir de puntillas a la biblioteca y dejar que me sorprenda el amanecer con un libro entre las manos.
Son cerca de las 13:30, el libro, “Discurso de la servidumbre voluntaria”, ya está leído. No es mérito mío, más bien del autor.
Etienne de la Boétie (1530 – 1563). Tampoco son demasiadas páginas, 109, pero las pares corresponden al texto original en francés, las impares a la traducción en castellano. Es un bonito libro de la Editorial Tecnos, con una estupenda introducción de José de la Colina.
Algún día, todos aquellos que van ha ejercer su derecho al voto, antes tendrían que leerlo. Empiezo con este utópico deseo. Del mismo modo que utópicos eran los anhelos del autor al proponer una altura ética y moral a sus conciudadanos que les permitiese ver más allá de su ignominiosa complacencia con el villano de turno.
Mirando a nuestro alrededor, ya vemos que su noble intención quedó en agua de borrajas. Que leyendo tampoco nos libraremos de ese mal, tal vez, pero no hacerlo es poner en la mano de quien nos golpea una maza más grande. Así nos luce el pelo… de tanta hostia en la coronilla.
Es un libro de culto entre los anarquistas, los de verdad, que eran, son,  (ignoro si aún quedan) lectores pródigos, aunque concentrados en su universo ideológico.
Etienne de la Boétie lo escribió a la temprana edad de dieciocho años, era un joven de cultura deslumbrante en su época. Un viejo conocido en los círculos anarquistas, el sindicalismo y el republicanismo.
El que fuera amigo inseparable de Montaigne, legó una obra que se ha convertido en lectura imprescindible para todo aquel que entienda el anarquismo como una alternativa vital, quizás posible, con la buena praxis del pensamiento político y filosófico, y no como un parapeto desde el que incendiar contenedores, tampoco me imagino a los últimos empleando su tiempo en leer. En realidad es un libro recomendable para todos los que consideren “pensar por sí mismo” como algo que no es malo…permítaseme la ironía, procede.

Tenía que ser este jovenzuelo, versado en los autores clásicos grecolatinos, el que hiciese agachar la cabeza a hombres como castillos por su humillante servilismo.
Que uno solo ante el déspota esté vencido, puede ser, que doscientos mil ante el déspota también lo estén, solo puede ser si así lo quieren los doscientos mil. Más o menos es lo que dice Etienne de la Boétie, ¡y cómo lo dice, si, con dieciocho años! :

"Lo que (el tirano) tiene más que vosotros son los medios que le dais para que os anule. ¿De dónde saca los ojos que os espían, si no es de vosotros? ¿Cómo tiene tantas manos para golpearos, si no le prestáis las vuestras? Los pies con los que pisotea las poblaciones, ¿no son los vuestros? ¿Tiene sobre vosotros algún poder que no provenga de vosotros mismos? ¿Cómo se atrevería a robaros si no fuera porque se lo consentís? ¿Qué mal podría haceros si no encubrieseis al ladrón que os despoja, si no fueseis los cómplices del asesino que os mata y los traidores para vosotros mismos?"

Vaya con el chaval. Tiene para dar y tomar, ahí va otra muestra:

"Esta treta de los tiranos, la de entontecer a sus súbditos, nunca fue tan evidente como en la conducta que tuvo Ciro hacia los lidios tras haberse apoderado de su capital y cuando y tomó cautivo a Creso, aquel rey tan rico. Le dieron la noticia de que los habitantes de Sardes estaban en revuelta. Fácilmente pudo reducirlos a la obediencia, pero no deseando saquear una ciudad tan hermosa, ni verse obligado a sostener un ejército para mantenerla domada, imagino un medio admirable de seguir poseyéndola. Estableció burdeles, tabernas y juegos públicos, y emitió un bando que obligaba a los ciudadanos a asistir a tales lugares. Tan bien le resultó que, en consecuencia, ya no necesitó usar la espada contra los lidios."

Pues eso, unas sentencias de rabiosa actualidad, que dicen los periodistas. Supongo que todos nos acordamos de la famosa Ciudad del Juego, si, el proyecto de Eurovegas en Alcorcón… ayy que pillines estos políticos, que aviesas intenciones tendrían para hacer tanta genuflexión al señor Sheldon Adelson. Nuestro jovencillo, Boétie, lo tenía claro.

Así que estamos ante un ensayo que se adelantó en tres siglos (fue escrito en 1548) a las ideas de Proudhon, Bakunin o Marx.
Enfrascado en su lectura, voy pasando las páginas… aparto el libro para ir macerando los ingredientes allí vertidos y pienso que sus palabras podrían ser las mismas que ayer, año 2015, uno al que ( los otros ) llaman el “coletas” y se apellida Iglesias pronunciara con la difícil intención de despertar algunas conciencias adormecidas.
Es fácil intuir que el chaval de ahora, Pablo Iglesias, haya leído a nuestro autor y que éste estuviera presente en no pocos de sus discursos. Seguro que cuando grita eso de la CASTA, para sonrojar a nuestros apoltronados políticos, una parte de esa ira va dirigida, de un modo más sutil para no espantar el voto, a un grupo mucho más numeroso, los DESCASTADOS, a nosotros, a ver si dejamos de agrandar la maza.
El mensaje de Boétie es un puñetazo en el estómago, y duele, somos cómplices de los abusadores que nos fustigan.

Visto lo que hay, sus reflexiones, como decía al principio, quedaron atrapadas en una bella quimera, la utopía que nunca llegó a vestirse de realidad. Esa es la grandeza de la literatura, hacernos habitables las quimeras para sacudirnos, por unos momentos, la suciedad de este mundo. Y si algunos, al contrario, están empachados de belleza en este mundo sin igual, de nuevo, la literatura de verdad, viene a su rescate y los invita a descender a los infiernos, los gastos corren a cuenta del lector, suelen ser lo que cuesta el libro. A veces el precio de un libro podría dar para toda una revolución.

sábado, 21 de marzo de 2015

Mientras escribo. Stephen King. El arte de la novela. Milan Kundera.





Hace unos días, aprovechando que estaba por la Gran Vía madrileña, me dejé caer por La Casa del Libro. Quizás arrastrado por el influjo de mi última lectura, “ El arte de la novela” ( Milan Kundera ), acabé rebuscando en la sección de “ Estudios literarios y lingüística”.
No tardé en toparme con dos títulos apetecibles, por el autor y, aún más, por el precio. Son, “ El escritor y sus fantasmas ” (Ernesto Sábato) , y “ Sobre la escritura ” (James Joyce), dos libros de apenas doscientas páginas.

Cuando consideré dada por buena la incursión, apunto de enfilar hacia la caja, me topo con el señor Stephen King mirándome desafiante, a través de la portada de su libro… 
¡ Qué tío, mírale ahí disputando lectores a Sábato, Joyce o Unamuno, entre otros, sin cortarse un pelo ! No sé si fue mi pensamiento literal, pero más o menos.

No pude resistirme a su osadía y acabé ojeando algunas páginas y, de nuevo... 
¡ Joder, has dado en clavo con esto que dices, has disipado una de mis nebulosas mentales y ahora entra más luz en mi cerebro!
Presa de la excitación, abro el libro de James Joyce, por la mitad, y veo que está en pleno debate metafísico sobre la naturaleza del escritor, “ claro, es James Joyce”,  musito con escasa emoción.

Entro en el juego morboso de la comparación, que nunca procede, pero siempre hago, y vuelvo a retar al señor King abriendo su libro al azar :

“ Además, me encantaba la idea de cagar como los vaqueros. Ni corto ni perezoso, adopté el papel de Hopalong Cassidy de cuclillas entre los arbustos con la pistola en la mano, para que no me pillaran desprevenido en un momento tan íntimo. Acto seguido… y, siguiendo las indicaciones de mi hermano me limpié el culo escrupulosamente con hojas lustrosas y verdes. Eran ortigas.”

Señor Joyce, no se moleste, nos veremos, seguro. Ahora necesito saber como se las apañó S. King después de semejante experiencia, y en qué medida condicionó su prolífica carrera. Sin olvidar que en sus años salvajes, este tío de dos metros se bebió la mitad de las Budweiser que se vendieron entre Maine y Nueva York, además de sus excesos con la cocaína. Todo ello hace presumible que King tenga alguna cosilla curiosa que confesarnos de su vida literaria.
Así que discúlpeme señor Joyce, siga descansando junto a Unamuno, nos veremos. King y Sábato se vienen conmigo.

Nunca había leído nada del señor S. King, por dos razones; la temática de sus libros no me interesa mucho. Y la segunda razón; consideraba que la calidad literaria de este autor no iba a satisfacer mis exigencias como lector. Me ratifico en lo primero. Asumo mi equivocación en lo segundo. Si, admito que he padecido cierta ceguera literaria. Mea culpa.

Lo primero que se advierte en esta lectura es un lenguaje claro, sin caer en academicismos de teoría literaria, que por cierto conoce, no hay que olvidar su pasado como profesor de lengua en la enseñanza secundaria.

Señalábamos un vocabulario sencillo y con un sentido del humor que no escatima en detalles de todo tipo, escatológicos también. Dicho de otra manera, rezuma esa ingenuidad infantil que tan espontáneamente muestran las personas adultas sin sentido del ridículo, o sea, un montón de norteamericanos.

Otro detalle. Sorprende la humildad con que se ve a sí mismo un tipo que lleva cuatro décadas en el Olimpo de los autores más leídos. Si, ya sabemos que hay malos escritores que venden mucho, el propio King lo menciona, pero en su caso es un hecho que no debemos tomar a la ligera, son cuarenta años en la cima y más de trescientos millones de libros vendidos. Si, más de 300 millones. Algo tendrá el señor King, aunque se empeñe, una y otra vez, en quitarse méritos.

Habla de su niñez enfermiza, de sus excesos con la coca y el alcohol, de la relación con su madre, su primera lectora, y después con su mujer, de la dificultad para sacar una familia adelante, y como ha revertido todo eso en su forma de escribir.

Su actitud humilde y discreta no es algo impostado, se notaría más pronto que tarde y, leyéndole, esa impresión nunca te llega a asaltar. Siempre ha tenido presente su infancia en la precariedad económica, su vida en barrios sórdidos. Eso se refleja en su actitud “antidivo” , pese a sus números. Incluso parece incomodarle que le cataloguen de intelectual. Dice que es un vecino más del pueblo, punto. La crítica, la mayoría de las veces, se le ha tirado a la yugular, parece curado de espantos y va a lo suyo. Algunos recordaran el virulento ataque de Harold Bloom, cuando King recibió el National Book Award honorario,en el año 2003.  

Más cosas. Y esto es lo que más me interesa. Stephen King conoce bien el oficio que tiene entre manos, domina con soltura los entresijos de la escritura y eso lo advierte enseguida el lector. Sabe de lo que habla y se permite decir que Lovecraft era genial escribiendo cuentos macabros, pero como dialoguista era un desastre. Lo ilustra con un fragmento de dicho autor en “ El color surgido del espacio ” que no reproduciré para evitar alargar esto demasiado, pero es un ejemplo esclarecedor, doy fe. De todos los argumentos que esgrime King para refutar su opinión me quedo con el último:

“ Para aprender a escribir diálogos conviene hablar y escuchar mucho, y fijarse en los acentos, los ritmos…”
“ A los solitarios y tímidos enfermizos como Lovecraft suele salirles mal el diálogo, o poco espontáneo…”

Lo más valioso del libro, sin duda, son los consejos que Stephen King brinda a quién de verdad se sienta escritor. Para el autor son aspectos que todo aprendiz debe tener presentes, qué ha emplear un futuro escritor y en qué no puede incurrir. Lo explica con pelos y señales. Pone sus propios errores juveniles como ejemplo, y muestra otros cometidos por figuras reconocidas. Vamos, una joya para cualquier apasionado de la escritura.
Algún botón de muestra, entre otros muchos :

“ Yo también tengo mis antipatías… habría que poner en la pared a cualquier persona que empleara la expresión “ qué legal ”, y que los usuarios de otras mucho más aborrecibles, como “ en aquel preciso instante ” o “al final del día “, se merecen acostarse sin cenar. “

“ Te recomiendo evitar la voz pasiva. Me parece que es una afición propia de escritores tímidos. La voz pasiva no entraña peligro, no obliga a enfrentarse con ninguna acción problemática… Dos páginas seguidas en voz pasiva, ( hay kilos y kilos en narrativa barata ) me dan ganas de gritar. Queda fofo, demasiado indirecto, y a menudo enrevesado. ( El primer beso siempre será recordado por mi memoria como el inicio de mi idilio con Shayna. )
¿Qué tal? Un bodrio, ¿no? Hay maneras más SENCILLAS de expresar la misma idea, y con más ternura y más fuerza. ( Mi idilio con Shayna empezó con el primer beso. No lo olvidaré. ) No es que me encante por el doble “con” pero al menos nos hemos desmarcado de la voz pasiva maldita. “

“ Desconfía de los adverbios. Recordarás, por las clases de lengua, que el adverbio es una palabra que modifica a un verbo, adjetivo o a otro adverbio. Son las que acaban en -mente-. Mediante los adverbios, lo habitual es que el escritor nos diga que tiene miedo de no expresarse con claridad y de no transmitir el argumento o imagen que tiene en la cabeza. “

Prosigamos. Acabo de escuchar en la SER, mientras me preparaba un té verde hace dos minutos, un comentario del Gran Wyoming, que está siendo entrevistado, ha dicho : “ Para disfrutar de la vida, una mente compleja con gustos sencillos, es una buena combinación ” . Ese es S. King.

Pues eso, un libro, sobre todo, escrito con franqueza y valentía. Directo a mi mesilla de noche.



jueves, 12 de marzo de 2015

Los perros hambrientos.





Al cerrar el libro, tras leer la última página, recuerdo haber permanecido varios minutos en silencio, con la mirada reposada en un punto impreciso de la habitación. Como si pretendiese, en vano, retener indefinidamente las  sensaciones que se agolpaban en mi cabeza, quería permanecer en ese dulce estado de embriaguez lectora que te provocan algunas obras, muy pocas.
He de decir que mi ánimo ya tenía cierta predisposición para adentrarse en la historia, para sentir el frío cortante de los cerros andinos. Tuve la enorme fortuna de transitar por esos parajes, hace ya años, en aquellos tiempos de la mochila al hombro. 
Ciro Alegría (1909 - 1967) ,  nos habla de la crudeza del hambre, cuando en las remotas aldeas andinas, a una altura donde casi se puede tocar el cielo con las manos, la existencia de las gentes está sujeta al caprichoso azar de las nubes cargadas de lluvia.
Pocas veces el título de un libro sintetiza de manera tan fiel la historia que tiene ante sí el lector. El alma de esta obra no está, aunque también, en los hombres y las mujeres de la puna andina. no. Está en Wanca, Zambo, Güeso y Pellejo, los infatigables perros pastores de la Antuca, la niña pastora que siente la compañía silenciosa de los riscos, que habla con el viento y las nubes. 
Ciro Alegría, haciendo uso de una memorable prosopopeya, humaniza los avatares de estos perros y sus descendientes, en la lucha atávica por vivir un día más cuando todo es hambruna, miseria y muerte. 
Hombres y animales se las tendrán que ver con la cara más siniestra de la naturaleza, cuando la sequía convierta en secarral lo que antes era exuberancia, cuando las últimas gotas de agua se esfumen entre las grietas de la tierra, y el verdor de las cosechas solo resida en el recuerdo de los perros y los campesinos. 
En ese escenario de muerte, hombres y perros deshacen su pacto de amistad. El hambriento no se alimenta con lealtad. Los perros, antes dóciles, no dudarán  en matarse entre ellos por un pellejo de cabra, o desafiar a sus amos. Los hombres no vacilarán en matar a los perros, ahora de mirada agresiva. Cuando terminen con los animales, se matarán entre ellos. Cosas de hombres.
El narrador omnisciente simboliza, a través de los perros, la ancestral lucha por la supervivencia en un escenario donde todo invita a la muerte. 
Hay pasajes que, inevitablemente, me traen al recuerdo fragmentos del Pedro Páramo de Juan Rulfo, y lo digo porque, a veces, no se sabe muy bien si los vivos hablan de los muertos o son éstos los que hablan de los vivos.
Esta narración se sitúa en la llamada novela indigenista sudamericana, en lo que tiene de denuncia por la brutal explotación del campesino, el indio como denominan, a manos del hacendado, el descendiente blanco de los gringos. Una realidad que no ignora el peruano Ciro Alegría, hijo de familia hacendada que, sin embargo, empatizó profundamente con los campesinos, dándoles voz en sus libros, igual que hicieran sus compatriotas Clorinda Matto de Turner, José María Arguedas, Manuel Scorza o Cesar Vallejo con su deslumbrante poesía, entre otros.
La narración destila una belleza sobrecogedora, por inquietante. Sabes que  la muerte lanzará un zarpazo a la mínima oportunidad, una muerte que se refugia en el idílico paisaje de la sierra andina, un lugar donde la vida es una aventura más difícil que la muerte.

" Amaneció con un sol crudo, implacable, voraz. La tierra se abría en grietas sedientas y el sol entraba por ellas, tostándola. Y a lo largo de las sendas, en los cauces de las quebradas - buscando una gota de agua para su tremenda sed de envenenados - , al pie de los eucaliptos mustios, acezaban moribundos los perros hambrientos. otros habían muerto ya y miraban con pupilas fijas.
Runruneaba un lento y negro vuelo de aves carnívoras. Se posaban en torno de los entecos cadáveres y les sacaban los ojos primeramente. Siempre hacen así. Tal vez porque prefieren los ojos. tal vez porque la vida persiste en simularse en ellos y, al extraerlos, quieren apagar su último y molesto rastro. ( Los perros hambrientos, 1941 ) "

sábado, 7 de marzo de 2015

Tierras del Ebro.
















No puedo evitar cierta reticencia al plantear mis impresiones lectoras en relación a determinadas corrientes literarias. El universo particular de un escritor es algo fuera de nuestro alcance. La crítica puede disertar sobre el estilo y las premisas lingüísticas de las palabras utilizadas, pero el "mundo" que esas palabras encierran pertenece a la cosmovisión del escritor, nunca podrá ser el "mundo" del crítico. Con ello no pretendo deslegitimar el ejercicio de la crítica, solo digo que ésta no puede erigirse como un juicio sobre la totalidad, por esas parcelas inaccesibles para el crítico.

Tierras del Ebro (1931), escrita desde la deslumbrante sensibilidad de Sebastián Juán Arbó (1902 - 1984), encajaría, si echamos mano de los ismos, en la denominada novela costumbrista. Es cierto que la descripción de usos y costumbres de los campesinos arroceros del Ebro está ahí, pero circunscribir la dimensión de lo que allí ocurre, de la narración en definitiva, a un terreno acotado por los ismos es una comodidad en la que no me seduce apoltronarme.

Tierras del Ebro habla de cómo la vida se va escapando de las manos, lenta pero inexorablemente,  sin haber concedido una oportunidad a lo que verdaderamente da sentido a la existencia, al menos a la de los personajes del libro, el amor profundo de un padre hacia el hijo, afecto que el padre escatima en su enfermiza cruzada contra la ingratitud que la vida le ofrece.

La prosa de Sebastián J. Arbó hace gala de un lirismo arrebatador, no recargado o barroco, sino que parte de una elocuencia descriptiva que, más que las palabras, son los mismos sentidos los que describen cada situación, ya sea la visión del paisaje, o el transcurrir anodino de los campesinos en el arrozal.

Hay en la obra un manejo magistral de los silencios, el silencio es un elemento que vertebra toda la narración, el silencio que preside la relación entre el padre y el hijo, el silencio instalado en la soledad del campo, incluso  la muerte acontece en el silencio más sobrecogedor, porque la vida se va apagando  en las horas previsibles de los días iguales, de la llegada invariable del calor cada verano y el frío cada invierno, sin más ambición que levantar la azada para hundirla en la tierra, jornada tras jornada, año tras año, ante el mismo horizonte, ahora nublado, mañana abrasador, hasta que una tarde tranquila la mano encallecida no vuelve a sostener la azada.

La fuerza todopoderosa del narrador omnisciente adquiere en esta obra su máxima expresión. Sebastián J. Arbó es un escritor de enorme talento y el uso que hace de este recurso revela una maestría excepcional.

Tierras del Ebro es la historia del oculto y profundo amor de un padre hacia su hijo. Un hijo que jamás llegará a sospechar el verdadero sentimiento que su padre le profesa. Un padre embrutecido por los golpes de la vida, por la muerte de la esposa y madre de su hijo, el pequeño Joanet. Juan, el padre, se enfrenta a la fatalidad de su suerte con un estoicismo que le hace renegar de su naturaleza sensible, de los gestos de ternura que la mirada, cada vez más ausente, de Joanet parece mendigar. Como si la miseria de la vida retase al recio campesino y éste respondiese mostrándose impasible ante el sufrimiento, ante el amor. 

No caben contemplaciones para quien trabaja de sol a sol sin mostrar un síntoma de debilidad, pero, ¿hasta cuando?

El embrutecimiento progresivo del padre irá sembrando el rencor y el odio en el lastimado corazón del hijo. Tras un fatídico accidente, la desaparición de la figura materna, idolatrada por ambos,  supone la muerte en vida del padre, hasta el punto de empujar el amor por el chico hacia el abismo, al más destructor de los silencios, a la ausencia de la ternura y las caricias que el pequeño anhela. 

Y así crecerá Joanet, entre el miedo, la soledad y el silencio que han ocupado el espacio vital que dejó de habitar la madre. El despertar amoroso de Joanet, se debate entre el impulso incontrolable de la juventud y el estigma de una infancia carente del abrazo fuerte y tranquilizador del padre, de la caricia suave y el beso de buenas noches. Con ese bagaje el joven asiste a sus primeras experiencias amorosas.

La muerte puede ser una despedida agradecida ante lo bueno que la vida tuvo a bien ofrecerte, un acto de reconciliación. Pero también puede acontecer en la más absoluta indiferencia, como si todo y todos hubiesen ignorado tu existencia, sin más compañía final que el silencio y la imperturbable soledad del campo, aunque al día siguiente el petirrojo vuelva a cantar, posado en la rama del sauce, ante la vida extinguida sobre la hierba de un hombre que negó su amor.

Sebastián J. Arbó escribió Tierras del Ebro con veintinueve años, ya entonces era capaz de tales sutilezas:

" Todo el valle era un murmullo de agua corriente y un brillar de reverberaciones de sol entre los chopos. Sobre el valle, sobre los arrozales, la amplia noche, la sucesión de noches infinitas, el parpadeo inextinguible de las estrellas. tal es el ámbito, tal la dimensión. 


Entre ambos planos paralelos, la vida humana; pequeña vida ferviente que se extingue y reanuda con el tránsito levísimo de las horas, los días y los siglos sin dejar rastro alguno en el arrozal, en la acequia, en los canales que desembocan inexorablemente en el mar; sin dejar rastro alguno en la eternidad sonora de la noche y de los campos de arroz, mosaico dibujado por el susurro interminable de diminutas y mortales palpitaciones; el bullir incesante de las estrellas en el techo profundo, el croar de las ranas, obsesionante en la balsas, el amor, el amor que pulsa en las venas de los hombres. 

Fugaces estelas, hombres y mujeres bracean contra la abrumadora soledad, y el latigazo de los tiempos los devuelve a la espesura de los rumores, levantada con savia e ímpetu vegetal; hienden entonces la azada, ateridos, contra la fresca tierra, como contra una carne enemiga y cercana, contra su única proximidad".

Una bellísima novela.